El
río
Durante
años, el río corría apáticamente entre las extensas praderas.
Pero aquella mañana era distinta, los cantos de los pájaros lo
hicieron pensar ¿Qué habría más allá? Esperó pacientemente que
una de las aves se acercara a beber de sus frescas aguas, una bandada
de grises cotorras pasó por encima de él con un enorme bullicio,
podía preguntarles como era todo fuera del cauce, pero la altura a
la que volaban lo asustó un poco.
Un
Martín Pescador se lanzó desde la copa de un árbol, no había
notado su presencia, sus plumas blancas no se hacían notar demasiado
entre los árboles de la costa. Sería una buena idea preguntarle a
este pájaro, él debía conocer muy bien todas las colinas. Pero
cuando quiso acordar, el hábil pescador hundió su pico como un rayo
en sus aguas para emprender el vuelo con el escamoso tesoro en su
pico.
Quizá
nunca lo sabré, suspiró el río. El Benteveo, oyó el suspiro del
río y se acercó para enterarse de lo que sucedía. El anciano río
le contó que nada conocía, más allá de su cauce, y que su sueño
era saber como era la pradera más allá. El pájaro mojó sus plumas
negras en el río, lanzó un grito, que sonó como un llamado en el
monte. Al rato una bandada de pájaros blancos grises y negros
llegaron a la orilla del río para que el Benteveo les narrara la
historia. El chajá se apresuró a dar una explicación que sonó muy
razonable pero nada convincente. – ¡Vaya – comentó – parece
que el río se ha vuelto loco! Nosotros, los pájaros conocemos el
mundo porque tenemos alas, ¡Podemos volar! Pero tú no tienes alas
¡Jamás lo lograrás! – y se marchó dando gritos.
Los
demás pájaros trataron de consolar al río, pero parecía que el
chajá tenía razón.
Atardeció
en el monte.
Aquella
mañana, el río despertó inquieto. Comenzó a agitarse con fuerza
ente las rocas, haciendo mucha más espuma que de costumbre, una
espuma blanca y sólida que se agitaba vivazmente. Que se elevaba en
el aire como olas de mar. Al río le brotaron alas, comenzó a
agitarlas, primero con delicadeza y luego con fuerza, hasta que
consiguió elevarse de su cauce.
Aquel
espectáculo era increíble, el río se elevó por sobre su curso y
comenzó a volar. Desde el cielo, como una nube líquida, pudo ver la
pradera que había más allá del monte, sobrevoló los cerros, vio
árboles y colinas. Una enorme bandada de pájaros lo acompañó en
su aventura, como si a la alegría del sueño cumplido, necesitara de
una banda de sonido más apropiada.
En
su agitación, algunas gotas se desprendieron del río, al ser
atravesadas por el sol, abrieron el hermoso abanico de colores. El
amarillo fue a teñir al benteveo, el verde a las cotorras, el rosa a
los flamencos, el rojo a los alegres churrinches, el marrón al
trabajador hornero, los cardenales luego de una discusión recibieron
copetes rojos azules y amarillos.
Al
caer la tarde, las alas comenzaron a cansarse y el río volvió a su
cauce, se acostó mansamente sobre su cama de piedra y nunca más
volvió a volar.
Nunca
más se vio un rió que volara. Sin embargo, si oímos bien el canto
de los pájaros, escucharemos que aún recuerdan aquel día en que el
río Uruguay tuvo alas y salió a pintar pájaros
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