lunes, 23 de abril de 2012

EL COLADO


El colado
Era capaz de colarse a cualquier sitio, sin que lo invitaran. Era una habilidad que tenía desde muy chico, solía colarse en los cumpleaños infantiles, en las clases de piano, inclusive, siendo alumno de la mañana, iba a la escuela para evitar las aburridas tardes lluviosas.
En su adolescencia se colaba en cuanto cumpleaños de 15 se hacía en el club, confitería o salón. Sus amigas nunca lo invitaban porque prefería el desafío de colarse a la simpleza de ir con la tarjeta.
Durante su juventud comenzó a asistir a espectáculos públicos, siempre como colado. Supo colarse, según afirmaban testigos muy confiables, a la cámara de senadores y, para pasar inadvertido, levantó la mano cuando se votaba una controvertida ley que salió por 17 votos a 15 y que llamó la atención del editor de Diario Oficial que pensó “me sobra un senador”
Cuando el Comandante Fidel Castro visitó Uruguay en los años `60 se coló en el Paraninfo, pero como la entrada era libre, se instaló en la mismísima mesa, rodeado de altas autoridades de la revolución cubana. Los agentes de seguridad cubanos lo creían dirigente del Partido uruguayo y viceversa, así que, en cuanto pudo, se escurrió hacia la calle.
Un día, en la mesa del boliche, donde algunos parroquianos le pagaban algunas copas para que contara como se había colado a la Base antártica, le hicieron la siguiente apuesta.
-Me juego quinientos pesos a que hay un lugar donde no puede colarse – dijo uno en tono desafiante.
-Ya los tengo en el bolsillo- dijo tras un breve silencio- no hay lugar donde no pueda entrar.
El desafiante, sin decir nada, le pasó un papelito con una dirección. Al recibirla, su rostro empalideció. Tragó saliva y le extendió la mano.
Durante semanas, pasó frente a la casa funeraria, pero nadie había muerto en aquel pueblo. Pacientemente esperó, hasta que vio un funcionario armando el cartel con las frías letras blancas de plástico.
Esperó que se hiciera la tarde y fue preparando el plan, no podía entrar por la puerta principal porque había demasiada gente conocida. Optó por meterse por una puerta lateral, por las que entran los ataúdes, mientras pensaba en que gastar aquel billete de quinientos.
Una vez que entró a la sala, sin que nadie lo viera, se acercó al ataúd, con una curiosidad casi morbosa, a ver quien era el fallecido. Su sorpresa fue enorme cuando vio que era él mismo. Quiso gritar pero no pudo, trató de hablar pero nadie lo veía.
No se desesperó, tan sólo pensó que había logrado algo imposible, se había colado en su propio funeral.
Se fue sonriendo.

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