martes, 16 de octubre de 2012

Estados Unidos prosperity y contradiciones + crisis del petróleo


Emilio La Parra López y Juan Francisco Fuentes - Historia Universal Del Siglo 20


Aunque el Estado de bienestar no tuvo nunca en Estados Unidos las dimensiones que alcanzaría en Europa, en la política norteamericana se dio, sin embargo, un fenómeno característico del viejo continente en la llamada Edad dorada, una suerte de pacto no escrito en virtud del cual la izquierda del sistema -la socialdemocracia en Europa, los demócratas en Estados Unidos- asumía hasta sus últimas consecuencias el discurso atlantista y anticomunista de la Guerra Fría, mientras la derecha -los republicanos en Estados Unidos, la democracia cristiana o los conservadores en Europa- hacían suyos el Estado de bienestar y la política social y fiscal que de él se derivaba. Así lo indican algunas medidas sociales adoptadas durante el doble mandato de Eisenhower: nueva ampliación de la seguridad social, extensión del seguro de desempleo a cuatro millones de nuevos beneficiarios, aumento del salario mínimo, subvenciones a los agricultores, ayudas a la construcción de viviendas sociales, programa federal de construcción de carreteras, etc. La creación en 1953 de un departamento ministerial de sanidad, educación y bienestar, que sería dirigido por una mujer, daba ya la pauta de una política social activa que algunos miembros del partido republicano consideraron más propia de una administración demócrata que republicana.
No es de extrañar que la tendencia de los poderes públicos a generalizar y reforzar los derechos sociales, así como la creciente terciarización del aparato productivo y el consiguiente desarrollo de una clase media acomodada, se tradujeran en un estancamiento de la afiliación sindical y en una orientación cada vez más conservadora y corporativista de los grandes sindicatos norteamericanos. El hecho de que en 1956 el número de empleados y oficinistas superara por primera vez al de los trabajadores industriales indica la profundidad de los cambios sociales que se estaban produciendo en Estados Unidos y, en general, en el mundo occidental. No debe sorprendernos, por ello, dada la importancia electoral de esos sectores intermedios y acomodados de la sociedad, que las diferencias políticas y programáticas entre los dos grandes partidos se fueran reduciendo hasta el punto de que sus propuestas llegaran a ser equivalentes e intercambiables. Así, mientras en las elecciones presidenciales de 1956 el presidente Eisenhower consiguió su reelección con una cómoda victoria sobre el candidato demócrata -35.590.000 votos por 26.000.000-, en las legislativas de ese mismo año los demócratas consolidaron su mayoría en el Congreso: 233 escaños por 200 de los republicanos en la Cámara de Representantes o cámara baja en el sistema parlamentario norteamericano, y 49 senadores demócratas por 47 republicanos en la cámara alta.
Mención aparte merecen tanto la política contra la segregación racial como los disturbios que, por tal motivo, se produjeron en Estados Unidos a lo largo de estos años en una escalada de movilizaciones y represión que llegaría a su apogeo en la década siguiente. La segregación estaba siendo sometida en los últimos años a una selectiva revisión por parte de los distintos poderes federales. Así, la abolición por Truman, en 1948, de la segregación en el ejército, y, por tanto, la integración de negros y blancos en las mismas unidades sin distinción de raza, supuso un avance de indudable trascendencia y de cierto riesgo, teniendo en cuenta la mentalidad conservadora de los mandos del ejército, muchos de ellos originarios de los estados del Sur. Pero el principal desencadenante de esta nueva fase en la vieja lucha contra la segregación fue la sentencia del Tribunal Supremo en 1954 en favor de la integración racial en las escuelas, pues, según la sentencia, la separación de blancos y negros en las escuelas públicas dejaba a estos últimos en inferioridad de condiciones. Tal como ocurriría en situaciones similares en los años sesenta, el problema se produjo por la resistencia de las autoridades de algunos estados del Sur a cumplir la sentencia. El caso más grave tuvo lugar en Arkansas en la apertura del curso 1957-1958, cuando el propio gobernador del Estado impidió que los alumnos negros pudieran entrar en las escuelas de Little Rock, la capital del Estado. El presidente Eisenhower tuvo que enviar tropas federales para restaurar el orden, proteger a los negros y hacer cumplir lo dispuesto por el Tribunal Supremo. El caso planteó un grave problema institucional al enfrentar abiertamente a la autoridad federal y al gobernador del Estado, que fue reelegido poco después de estos hechos con el apoyo mayoritario de la población blanca. Cuatro años más tarde, menos del 7% de los niños negros estaban escolarizados en escuelas integradas, y, todavía en 1963, la célebre sentencia contra la segregación en las escuelas seguía sin cumplirse en los principales estados sureños.
Pero el conflicto institucional era sólo una parte del problema. Amplios sectores de la población blanca se movilizaban violentamente para impedir el ejercicio por parte de los negros de los derechos que les reconocían los tribunales, como cuando en 1956 estudiantes y ciudadanos blancos se opusieron a la admisión en la Universidad de Tusca-Ioosa, Alabama, de una estudiante de color. La limitación objetiva de los derechos de los negros afectaba también a sus derechos electorales, que en los estados del Sur se veían frecuentemente conculcados por diversos procedimientos como, por ejemplo, por la exigencia del pago de un impuesto (poll tax) como requisito imprescindible para poder votar. Se entiende, así, que, a principios de los años sesenta, sólo el 6, 1 % de los negros del Estado de Mississippi en edad electoral y el 13,7% de los de Alabama se inscribieran en el censo. En los otros estados sureños, los negros inscritos llegaban, como mucho, al 40% de los electores potenciales.
Todo ello contribuyó a desarrollar en la población negra una conciencia colectiva que iba tomando forma por impulsos de muy diversa índole -el reconocimiento por los tribunales de sus derechos civiles, pero también la persistencia de una fuerte discriminación cotidiana-, y que se fue traduciendo en gestos individuales de un enorme simbolismo, como el que en 1955 protagonizó en Montgomery, Alabama, una mujer negra que se negó a respetar la segregación racial en los autobuses públicos. La lucha contra el racismo avanzaba, pues, en un doble frente: de un lado, la batalla jurídica que se libraba en los tribunales contra los residuos legales de la discriminación y, de otro, la movilización pacífica -sentadas, boicots, manifestaciones- de sectores cada vez más numerosos de la población negra, muy influidos por la experiencia del Tercer Mundo y por algunos de sus líderes en su emancipación del secular dominio del hombre blanco. Conviene recordar que entre 1957 y 1965 treinta y seis antiguas colonias africanas alcanzaron la independencia y se convirtieron en estados soberanos. La presencia de representantes afroamericanos en la Conferencia de Bandung ilustra esa conexión entre ambos movimientos, lo mismo que el ejemplo que Gandhi y su no-violencia aportaron a los principales líderes negros norteamericanos, como el joven Martin Luther King. La lucha contra la segregación racial constituye, junto a la génesis de la guerra de Vietnam, una parte fundamental del legado que la era Eisenhower dejará para la década siguiente.
Un factor que, con los ya señalados, intervino decisivamente en la toma de conciencia de la población negra fue el aumento a lo largo de los años cincuenta de las desigualdades laborales y económicas entre blancos y negros. Estos últimos fueron las principales víctimas de las disfunciones del sistema económico, que sufrió varios amagos de recesión durante la posguerra, pese al buen tono general de la economía norteamericana. El paro de los trabajadores negros, empleados sobre todo en el sector industrial y en los oficios menos cualificados, llegó al 12,6% en 1958 y se estabilizó en torno al 10% en los años siguientes, lo que equivalía al doble de la tasa de desempleo de los trabajadores blancos y a más del doble del paro registrado entre los negros a principios de la década (Adams, 1985, 364). Su nivel de renta sufrió asimismo un paulatino deterioro, que resultaba más llamativo por contraste con el inusitado bienestar del que disfrutaban las clases medias blancas desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Los años cincuenta marcaron el apogeo del American way of life, antes de que los movimientos juveniles y contestatarios de los sesenta pusieran en crisis este modelo de vida, aunque el movimiento beatnik y algunos iconos de gran impacto popular, como los actores James Dean y Marlon Brando, encarnación de un temprano inconformismo juvenil, anticiparían la futura revuelta contra la sociedad de la opulencia. El bienestar material transformó radicalmente la vida cotidiana y el propio paisaje de las ciudades estadounidenses hasta crear un estereotipo del estilo de vida americano, profusamente divulgado por el cine, la televisión y la publicidad, que ha perdurado hasta nuestros días. Precisamente, la publicidad se convirtió en un fiel indicador del triunfo de la sociedad de consumo y de sus iconos más representativos. Entre los grandes clientes de las firmas publicitarias estaban, naturalmente, los fabricantes de automóviles, como la General Motors, que gastó 162 millones de dólares en publicidad en 1955. Mucho más modesta, pero no menos significativa, es la inversión que, por el mismo concepto y en el mismo año, hizo la marca Alka-setzer -nueve millones de dólares-, todo un síntoma de uno de los males inherentes a la sociedad de la opulencia: el problema de digerir tanta abundancia (Adams, 1985, 367). El boom del sector publicitario resulta revelador, asimismo, del imparable crecimiento del sector terciario, en detrimento de las actividades económicas más tradicionales, y de la omnipresencia de los modernos medios de comunicación audiovisual, algunos de ellos incorporados al automóvil, como la radio y, en cierta forma, el cine, gracias a los grandes recintos al aire libre.
Estados Unidos vivió la llamada Edad dorada -un fenómeno que, como hemos visto, afecta a todo el mundo desarrollado- como una época de extraordinario bienestar, ensombrecida por las tensiones raciales, por la existencia de grandes bolsas de paro y de pobreza, sobre todo entre los negros, y por los temores derivados de la Guerra Fría. En 1958, un discípulo de Keynes, llamado a ser también un clásico de la economía mundial, John Kenneth Galbraith, formuló un certero diagnóstico de la sociedad norteamericana en su libro La sociedad de la abundancia, un título que es una definición en sí mismo del estado de un país que aún no había probado los sinsabores de la Guerra de Vietnam y del cambio generacional de los sesenta y que disfrutaba de un liderazgo incontestable que iba más allá incluso de los límites del mundo occidental, como prueba el hecho de que en 1955, con un 6% de la población del planeta, Estados Unidos dispusiera del 50% de la riqueza mundial. Otros datos resultan igualmente elocuentes. La producción de energía eléctrica se incremento en un 340% entre 1940 y 1959 como consecuencia del crecimiento económico, del espectacular aumento de la población del país, que pasó de 123 millones en 1940 a 179 en 1960, y de la irrupción de los electrodomésticos en la mayoría de los hogares norteamericanos: en 1956, el 81% de las familias disponía de televisor, el 96% de frigorífico, el 67% de aspiradora y el 89% de lavadora. En 1960, había en Estados Unidos un automóvil por cada 2,92 habitantes. No cabe duda de que la sociedad de la abundancia es, pese a la persistencia de graves desigualdades sociales y raciales, una expresión representativa de toda una realidad cotidiana.
El rey de los electrodomésticos era, sin duda, el televisor, que alcanza su primera madurez a finales de los cincuenta. Lo indica el crecimiento que experimentó el número de receptores -45 millones en 1960 y una estimación de cinco horas de consumo diario por familia-, pero también el papel estelar que se le atribuyó en las elecciones presidenciales de 1960 que dieron la victoria a John F. Kennedy. Ese protagonismo de la televisión es uno de los factores que hacen de las presidenciales de aquel año uno de los principales hitos de la historia electoral de Estados Unidos.
Otras circunstancias que dieron especial relieve a aquellas elecciones fueron la personalidad legendaria del vencedor la vuelta de los demócratas al poder y el cambio de ciclo -cambio generacional, por lo pronto- que representó la victoria de Kennedy.

(...)

Consecuencias sociales y económicas de la crisis del petróleo
La posibilidad de que los países árabes utilizaran el petróleo como arma de guerra en su conflicto con Israel la había planteado ya Kuwait en enero de 1973. Ese mismo año, Arabia Saudí había advertido a Estados Unidos sobre tal eventualidad. Todo ello se producía en una fase de claro recalentamiento de las economías occidentales, que estaban viviendo el fin de una larga etapa expansivo y el comienzo de un cambio de ciclo que había empezado a manifestarse en la caída de los beneficios empresariales y en las turbulencias monetarias desatadas en 1971 con el fin de la convertibilidad del dólar en oro y la devaluación de la divisa norteamericana. La política adoptada a finales de 1973 por los países exportadores de petróleo (OPEP) fue el detonante final de la crisis de todo un modelo de desarrollo aplicado en las últimas décadas por las economías industrializadas.
El aumento de los precios del petróleo, consecuencia del acuerdo de los países exportadores para recortar su producción, se produjo de forma escalonada en los últimos meses de 1973. Aunque la iniciativa la llevaban los países árabes, por los motivos políticos ya señalados, pero también por razones económicas, otros miembros de la OPEP se sumaron con entusiasmo a una estrategia que revalorizaba de forma espectacular el status internacional de muchos países del Tercer Mundo, que se vieron en disposición de sacar el máximo partido a sus recursos naturales. Venezuela, por ejemplo, decidió aumentar en un 56% sus precios y reducir su producción sólo en un 5%. Algunos historiadores han llegado a calificar este fenómeno como una "segunda descolonización", es decir, como el momento en que las antiguas colonias, tras su emancipación política, se convertían finalmente en dueñas de sus propios recursos.
El 4 de noviembre de 1973, la OPEP acordaba una nueva subida del barril de petróleo de 4,8-a 8,9 dólares -el precio anterior a la crisis estaba en torno a los tres dólares- y una reducción de la producción en un 25%. Mientras tanto, los países europeos y Japón, que, a diferencia de Estados Unidos, carecían en su mayoría de recursos petrolíferos, empezaron a trasladar a sus economías las consecuencias del alza del petróleo. El aumento imparable del precio de la gasolina abriría los ojos de los consumidores ante el fin de una era de abundancia y bienestar, cuyo máximo exponente había sido precisamente el automóvil. Esta última circunstancia había generado en las sociedades desarrolladas una gran dependencia del petróleo, y, por tanto, hacía del precio final de sus derivados, fijado por los gobiernos y sujeto a una fuerte fiscalidad, una cuestión políticamente muy delicada. La resistencia de las autoridades occidentales, temerosas de la impopularidad de tal medida, a repercutir las alzas sobre los consumidores tuvo mucho que ver con los efectos multiplicadores de la crisis en el conjunto del sistema económico.
La adopción de las primeras medidas de austeridad, tras una nueva alza de los precios en vísperas de las Navidades de 1973, alimentó el síndrome de la escasez que empezaba a extenderse entre la opinión pública occidental, pero preparó también el cambio de mentalidad necesario para afrontar una crisis económica que no había hecho más que empezar. Durante años, el problema del petróleo siguió gravitando muy negativamente sobre las economías occidentales, habituadas hasta entonces a disponer de energía barata: entre el principio y el final de la crisis energética (1973- 1980), el precio del barril pasó aproximadamente de 3 a 41 dólares -o de 3,73 a 33,5 si se tiene en cuenta la depreciación del dólar (Skidelsky, 1998, 59)-. La segunda crisis del petróleo, iniciada en 1979, tuvo un carácter muy aparatoso, pero fue mucho menos duradera que la primera y dio lugar muy pronto al cambio de tendencia, con precios a la baja, que presidirá la década de los ochenta. En su origen no había estado, como en 1973, una decisión política concertada por los países de la OPEP, sino el pánico de los países importadores ante un eventual desabastecimiento del mercado.
Como contrapartida al aumento del precio del crudo, las políticas de austeridad y la explotación de energías alternativas provocaron entre 1973 y 1985 un descenso del 40% del consumo de petróleo en Europa occidental, consciente de los riesgos de todo tipo que acarreaba su dependencia del oro negro. No es extraño que la opinión pública viera con creciente simpatía el desarrollo de la energía nuclear, que muchos contemplaban como una solución definitiva, al mismo tiempo limpia y segura, al problema de la energía. Si en 1977, el 37% de los franceses se declaraba partidario de la energía nuclear, sólo dos años después la cifra alcanzaba el 54% (Droz y Rowley, 1992, 71). El desarrollo del ecologismo y el desastre de la central rusa de Chernobil no tardarían en invertir esta tendencia.
El cambio de ciclo iniciado en 1973 se tradujo muy pronto en inflación, déficit público, crisis industrial y desempleo. La traslación de este escenario a la vida cotidiana de las sociedades occidentales tuvo como consecuencia el redescubrimiento de la escasez, después de varias décadas de una abundancia que parecía no tener fin. Escasez y carestía del petróleo y escasez y degradación del trabajo. Además, la inflación trajo consigo un descenso de la capacidad adquisitiva de aquellos trabajadores que conservaban su empleo. En 1974, la inflación media en los países desarrollados se situó en torno al 13,5%, frente al 6% o el 7% de los años anteriores. En Japón, sin embargo, donde, al contrario que en la mayoría de los países desarrollados, se repercutió sobre los consumidores la totalidad de la factura energética, la inflación llegó al 24%, la misma tasa que Gran Bretaña un año después. En 1974, el PNB japonés tuvo una caída del 3,5%, frente al 10,2% de crecimiento en 1973. Se perfilaba así un escenario poco común que combinaba estancamiento económico con alta inflación, considerada por lo general un efecto secundario de la hiperactividad económica, lo que, evidentemente, no era el caso. El término estanflación, tomado del inglés (stagflation), sirvió para definir esa insólita concurrencia de precios altos y contracción de la demanda, fruto de la baja actividad económica.

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