Emilio La Parra López y
Juan Francisco Fuentes - Historia Universal Del Siglo 20
Aunque el Estado de
bienestar no tuvo nunca en Estados Unidos las dimensiones que
alcanzaría en Europa, en la política norteamericana se dio, sin
embargo, un fenómeno característico del viejo continente en la
llamada Edad dorada, una suerte de pacto no escrito en virtud del
cual la izquierda del sistema -la socialdemocracia en Europa, los
demócratas en Estados Unidos- asumía hasta sus últimas
consecuencias el discurso atlantista y anticomunista de la Guerra
Fría, mientras la derecha -los republicanos en Estados Unidos, la
democracia cristiana o los conservadores en Europa- hacían suyos el
Estado de bienestar y la política social y fiscal que de él se
derivaba. Así lo indican algunas medidas sociales adoptadas durante
el doble mandato de Eisenhower: nueva ampliación de la seguridad
social, extensión del seguro de desempleo a cuatro millones de
nuevos beneficiarios, aumento del salario mínimo, subvenciones a los
agricultores, ayudas a la construcción de viviendas sociales,
programa federal de construcción de carreteras, etc. La creación en
1953 de un departamento ministerial de sanidad, educación y
bienestar, que sería dirigido por una mujer, daba ya la pauta de una
política social activa que algunos miembros del partido republicano
consideraron más propia de una administración demócrata que
republicana.
No es de extrañar que la
tendencia de los poderes públicos a generalizar y reforzar los
derechos sociales, así como la creciente terciarización del aparato
productivo y el consiguiente desarrollo de una clase media acomodada,
se tradujeran en un estancamiento de la afiliación sindical y en una
orientación cada vez más conservadora y corporativista de los
grandes sindicatos norteamericanos. El hecho de que en 1956 el número
de empleados y oficinistas superara por primera vez al de los
trabajadores industriales indica la profundidad de los cambios
sociales que se estaban produciendo en Estados Unidos y, en general,
en el mundo occidental. No debe sorprendernos, por ello, dada la
importancia electoral de esos sectores intermedios y acomodados de la
sociedad, que las diferencias políticas y programáticas entre los
dos grandes partidos se fueran reduciendo hasta el punto de que sus
propuestas llegaran a ser equivalentes e intercambiables. Así,
mientras en las elecciones presidenciales de 1956 el presidente
Eisenhower consiguió su reelección con una cómoda victoria sobre
el candidato demócrata -35.590.000 votos por 26.000.000-, en las
legislativas de ese mismo año los demócratas consolidaron su
mayoría en el Congreso: 233 escaños por 200 de los republicanos en
la Cámara de Representantes o cámara baja en el sistema
parlamentario norteamericano, y 49 senadores demócratas por 47
republicanos en la cámara alta.
Mención aparte merecen
tanto la política contra la segregación racial como los disturbios
que, por tal motivo, se produjeron en Estados Unidos a lo largo de
estos años en una escalada de movilizaciones y represión que
llegaría a su apogeo en la década siguiente. La segregación estaba
siendo sometida en los últimos años a una selectiva revisión por
parte de los distintos poderes federales. Así, la abolición por
Truman, en 1948, de la segregación en el ejército, y, por tanto, la
integración de negros y blancos en las mismas unidades sin
distinción de raza, supuso un avance de indudable trascendencia y de
cierto riesgo, teniendo en cuenta la mentalidad conservadora de los
mandos del ejército, muchos de ellos originarios de los estados del
Sur. Pero el principal desencadenante de esta nueva fase en la vieja
lucha contra la segregación fue la sentencia del Tribunal Supremo en
1954 en favor de la integración racial en las escuelas, pues, según
la sentencia, la separación de blancos y negros en las escuelas
públicas dejaba a estos últimos en inferioridad de condiciones. Tal
como ocurriría en situaciones similares en los años sesenta, el
problema se produjo por la resistencia de las autoridades de algunos
estados del Sur a cumplir la sentencia. El caso más grave tuvo lugar
en Arkansas en la apertura del curso 1957-1958, cuando el propio
gobernador del Estado impidió que los alumnos negros pudieran entrar
en las escuelas de Little Rock, la capital del Estado. El presidente
Eisenhower tuvo que enviar tropas federales para restaurar el orden,
proteger a los negros y hacer cumplir lo dispuesto por el Tribunal
Supremo. El caso planteó un grave problema institucional al
enfrentar abiertamente a la autoridad federal y al gobernador del
Estado, que fue reelegido poco después de estos hechos con el apoyo
mayoritario de la población blanca. Cuatro años más tarde, menos
del 7% de los niños negros estaban escolarizados en escuelas
integradas, y, todavía en 1963, la célebre sentencia contra la
segregación en las escuelas seguía sin cumplirse en los principales
estados sureños.
Pero el conflicto
institucional era sólo una parte del problema. Amplios sectores de
la población blanca se movilizaban violentamente para impedir el
ejercicio por parte de los negros de los derechos que les reconocían
los tribunales, como cuando en 1956 estudiantes y ciudadanos blancos
se opusieron a la admisión en la Universidad de Tusca-Ioosa,
Alabama, de una estudiante de color. La limitación objetiva de los
derechos de los negros afectaba también a sus derechos electorales,
que en los estados del Sur se veían frecuentemente conculcados por
diversos procedimientos como, por ejemplo, por la exigencia del pago
de un impuesto (poll tax) como requisito imprescindible para poder
votar. Se entiende, así, que, a principios de los años sesenta,
sólo el 6, 1 % de los negros del Estado de Mississippi en edad
electoral y el 13,7% de los de Alabama se inscribieran en el censo.
En los otros estados sureños, los negros inscritos llegaban, como
mucho, al 40% de los electores potenciales.
Todo ello contribuyó a
desarrollar en la población negra una conciencia colectiva que iba
tomando forma por impulsos de muy diversa índole -el reconocimiento
por los tribunales de sus derechos civiles, pero también la
persistencia de una fuerte discriminación cotidiana-, y que se fue
traduciendo en gestos individuales de un enorme simbolismo, como el
que en 1955 protagonizó en Montgomery, Alabama, una mujer negra que
se negó a respetar la segregación racial en los autobuses públicos.
La lucha contra el racismo avanzaba, pues, en un doble frente: de un
lado, la batalla jurídica que se libraba en los tribunales contra
los residuos legales de la discriminación y, de otro, la
movilización pacífica -sentadas, boicots, manifestaciones- de
sectores cada vez más numerosos de la población negra, muy
influidos por la experiencia del Tercer Mundo y por algunos de sus
líderes en su emancipación del secular dominio del hombre blanco.
Conviene recordar que entre 1957 y 1965 treinta y seis antiguas
colonias africanas alcanzaron la independencia y se convirtieron en
estados soberanos. La presencia de representantes afroamericanos en
la Conferencia de Bandung ilustra esa conexión entre ambos
movimientos, lo mismo que el ejemplo que Gandhi y su no-violencia
aportaron a los principales líderes negros norteamericanos, como el
joven Martin Luther King. La lucha contra la segregación racial
constituye, junto a la génesis de la guerra de Vietnam, una parte
fundamental del legado que la era Eisenhower dejará para la década
siguiente.
Un factor que, con los ya
señalados, intervino decisivamente en la toma de conciencia de la
población negra fue el aumento a lo largo de los años cincuenta de
las desigualdades laborales y económicas entre blancos y negros.
Estos últimos fueron las principales víctimas de las disfunciones
del sistema económico, que sufrió varios amagos de recesión
durante la posguerra, pese al buen tono general de la economía
norteamericana. El paro de los trabajadores negros, empleados sobre
todo en el sector industrial y en los oficios menos cualificados,
llegó al 12,6% en 1958 y se estabilizó en torno al 10% en los años
siguientes, lo que equivalía al doble de la tasa de desempleo de los
trabajadores blancos y a más del doble del paro registrado entre los
negros a principios de la década (Adams, 1985, 364). Su nivel de
renta sufrió asimismo un paulatino deterioro, que resultaba más
llamativo por contraste con el inusitado bienestar del que
disfrutaban las clases medias blancas desde el final de la Segunda
Guerra Mundial.
Los años cincuenta
marcaron el apogeo del American way of life, antes de que los
movimientos juveniles y contestatarios de los sesenta pusieran en
crisis este modelo de vida, aunque el movimiento beatnik y algunos
iconos de gran impacto popular, como los actores James Dean y Marlon
Brando, encarnación de un temprano inconformismo juvenil,
anticiparían la futura revuelta contra la sociedad de la opulencia.
El bienestar material transformó radicalmente la vida cotidiana y el
propio paisaje de las ciudades estadounidenses hasta crear un
estereotipo del estilo de vida americano, profusamente divulgado por
el cine, la televisión y la publicidad, que ha perdurado hasta
nuestros días. Precisamente, la publicidad se convirtió en un fiel
indicador del triunfo de la sociedad de consumo y de sus iconos más
representativos. Entre los grandes clientes de las firmas
publicitarias estaban, naturalmente, los fabricantes de automóviles,
como la General Motors, que gastó 162 millones de dólares en
publicidad en 1955. Mucho más modesta, pero no menos significativa,
es la inversión que, por el mismo concepto y en el mismo año, hizo
la marca Alka-setzer -nueve millones de dólares-, todo un síntoma
de uno de los males inherentes a la sociedad de la opulencia: el
problema de digerir tanta abundancia (Adams, 1985, 367). El boom del
sector publicitario resulta revelador, asimismo, del imparable
crecimiento del sector terciario, en detrimento de las actividades
económicas más tradicionales, y de la omnipresencia de los modernos
medios de comunicación audiovisual, algunos de ellos incorporados al
automóvil, como la radio y, en cierta forma, el cine, gracias a los
grandes recintos al aire libre.
Estados Unidos vivió la
llamada Edad dorada -un fenómeno que, como hemos visto, afecta a
todo el mundo desarrollado- como una época de extraordinario
bienestar, ensombrecida por las tensiones raciales, por la existencia
de grandes bolsas de paro y de pobreza, sobre todo entre los negros,
y por los temores derivados de la Guerra Fría. En 1958, un discípulo
de Keynes, llamado a ser también un clásico de la economía
mundial, John Kenneth Galbraith, formuló un certero diagnóstico de
la sociedad norteamericana en su libro La sociedad de la abundancia,
un título que es una definición en sí mismo del estado de un país
que aún no había probado los sinsabores de la Guerra de Vietnam y
del cambio generacional de los sesenta y que disfrutaba de un
liderazgo incontestable que iba más allá incluso de los límites
del mundo occidental, como prueba el hecho de que en 1955, con un 6%
de la población del planeta, Estados Unidos dispusiera del 50% de la
riqueza mundial. Otros datos resultan igualmente elocuentes. La
producción de energía eléctrica se incremento en un 340% entre
1940 y 1959 como consecuencia del crecimiento económico, del
espectacular aumento de la población del país, que pasó de 123
millones en 1940 a 179 en 1960, y de la irrupción de los
electrodomésticos en la mayoría de los hogares norteamericanos: en
1956, el 81% de las familias disponía de televisor, el 96% de
frigorífico, el 67% de aspiradora y el 89% de lavadora. En 1960,
había en Estados Unidos un automóvil por cada 2,92 habitantes. No
cabe duda de que la sociedad de la abundancia es, pese a la
persistencia de graves desigualdades sociales y raciales, una
expresión representativa de toda una realidad cotidiana.
El rey de los
electrodomésticos era, sin duda, el televisor, que alcanza su
primera madurez a finales de los cincuenta. Lo indica el crecimiento
que experimentó el número de receptores -45 millones en 1960 y una
estimación de cinco horas de consumo diario por familia-, pero
también el papel estelar que se le atribuyó en las elecciones
presidenciales de 1960 que dieron la victoria a John F. Kennedy. Ese
protagonismo de la televisión es uno de los factores que hacen de
las presidenciales de aquel año uno de los principales hitos de la
historia electoral de Estados Unidos.
Otras circunstancias que
dieron especial relieve a aquellas elecciones fueron la personalidad
legendaria del vencedor la vuelta de los demócratas al poder y el
cambio de ciclo -cambio generacional, por lo pronto- que representó
la victoria de Kennedy.
(...)
Consecuencias sociales y
económicas de la crisis del petróleo
La posibilidad de que los
países árabes utilizaran el petróleo como arma de guerra en su
conflicto con Israel la había planteado ya Kuwait en enero de 1973.
Ese mismo año, Arabia Saudí había advertido a Estados Unidos sobre
tal eventualidad. Todo ello se producía en una fase de claro
recalentamiento de las economías occidentales, que estaban viviendo
el fin de una larga etapa expansivo y el comienzo de un cambio de
ciclo que había empezado a manifestarse en la caída de los
beneficios empresariales y en las turbulencias monetarias desatadas
en 1971 con el fin de la convertibilidad del dólar en oro y la
devaluación de la divisa norteamericana. La política adoptada a
finales de 1973 por los países exportadores de petróleo (OPEP) fue
el detonante final de la crisis de todo un modelo de desarrollo
aplicado en las últimas décadas por las economías
industrializadas.
El aumento de los precios
del petróleo, consecuencia del acuerdo de los países exportadores
para recortar su producción, se produjo de forma escalonada en los
últimos meses de 1973. Aunque la iniciativa la llevaban los países
árabes, por los motivos políticos ya señalados, pero también por
razones económicas, otros miembros de la OPEP se sumaron con
entusiasmo a una estrategia que revalorizaba de forma espectacular el
status internacional de muchos países del Tercer Mundo, que se
vieron en disposición de sacar el máximo partido a sus recursos
naturales. Venezuela, por ejemplo, decidió aumentar en un 56% sus
precios y reducir su producción sólo en un 5%. Algunos
historiadores han llegado a calificar este fenómeno como una
"segunda descolonización", es decir, como el momento en
que las antiguas colonias, tras su emancipación política, se
convertían finalmente en dueñas de sus propios recursos.
El 4 de noviembre de
1973, la OPEP acordaba una nueva subida del barril de petróleo de
4,8-a 8,9 dólares -el precio anterior a la crisis estaba en torno a
los tres dólares- y una reducción de la producción en un 25%.
Mientras tanto, los países europeos y Japón, que, a diferencia de
Estados Unidos, carecían en su mayoría de recursos petrolíferos,
empezaron a trasladar a sus economías las consecuencias del alza del
petróleo. El aumento imparable del precio de la gasolina abriría
los ojos de los consumidores ante el fin de una era de abundancia y
bienestar, cuyo máximo exponente había sido precisamente el
automóvil. Esta última circunstancia había generado en las
sociedades desarrolladas una gran dependencia del petróleo, y, por
tanto, hacía del precio final de sus derivados, fijado por los
gobiernos y sujeto a una fuerte fiscalidad, una cuestión
políticamente muy delicada. La resistencia de las autoridades
occidentales, temerosas de la impopularidad de tal medida, a
repercutir las alzas sobre los consumidores tuvo mucho que ver con
los efectos multiplicadores de la crisis en el conjunto del sistema
económico.
La adopción de las
primeras medidas de austeridad, tras una nueva alza de los precios en
vísperas de las Navidades de 1973, alimentó el síndrome de la
escasez que empezaba a extenderse entre la opinión pública
occidental, pero preparó también el cambio de mentalidad necesario
para afrontar una crisis económica que no había hecho más que
empezar. Durante años, el problema del petróleo siguió gravitando
muy negativamente sobre las economías occidentales, habituadas hasta
entonces a disponer de energía barata: entre el principio y el final
de la crisis energética (1973- 1980), el precio del barril pasó
aproximadamente de 3 a 41 dólares -o de 3,73 a 33,5 si se tiene en
cuenta la depreciación del dólar (Skidelsky, 1998, 59)-. La segunda
crisis del petróleo, iniciada en 1979, tuvo un carácter muy
aparatoso, pero fue mucho menos duradera que la primera y dio lugar
muy pronto al cambio de tendencia, con precios a la baja, que
presidirá la década de los ochenta. En su origen no había estado,
como en 1973, una decisión política concertada por los países de
la OPEP, sino el pánico de los países importadores ante un eventual
desabastecimiento del mercado.
Como contrapartida al
aumento del precio del crudo, las políticas de austeridad y la
explotación de energías alternativas provocaron entre 1973 y 1985
un descenso del 40% del consumo de petróleo en Europa occidental,
consciente de los riesgos de todo tipo que acarreaba su dependencia
del oro negro. No es extraño que la opinión pública viera con
creciente simpatía el desarrollo de la energía nuclear, que muchos
contemplaban como una solución definitiva, al mismo tiempo limpia y
segura, al problema de la energía. Si en 1977, el 37% de los
franceses se declaraba partidario de la energía nuclear, sólo dos
años después la cifra alcanzaba el 54% (Droz y Rowley, 1992, 71).
El desarrollo del ecologismo y el desastre de la central rusa de
Chernobil no tardarían en invertir esta tendencia.
El cambio de ciclo
iniciado en 1973 se tradujo muy pronto en inflación, déficit
público, crisis industrial y desempleo. La traslación de este
escenario a la vida cotidiana de las sociedades occidentales tuvo
como consecuencia el redescubrimiento de la escasez, después de
varias décadas de una abundancia que parecía no tener fin. Escasez
y carestía del petróleo y escasez y degradación del trabajo.
Además, la inflación trajo consigo un descenso de la capacidad
adquisitiva de aquellos trabajadores que conservaban su empleo. En
1974, la inflación media en los países desarrollados se situó en
torno al 13,5%, frente al 6% o el 7% de los años anteriores. En
Japón, sin embargo, donde, al contrario que en la mayoría de los
países desarrollados, se repercutió sobre los consumidores la
totalidad de la factura energética, la inflación llegó al 24%, la
misma tasa que Gran Bretaña un año después. En 1974, el PNB
japonés tuvo una caída del 3,5%, frente al 10,2% de crecimiento en
1973. Se perfilaba así un escenario poco común que combinaba
estancamiento económico con alta inflación, considerada por lo
general un efecto secundario de la hiperactividad económica, lo que,
evidentemente, no era el caso. El término estanflación, tomado del
inglés (stagflation), sirvió para definir esa insólita
concurrencia de precios altos y contracción de la demanda, fruto de
la baja actividad económica.
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