El
malestar en la globalización.
Joseph E. Stiglitz
Dedicada
a Vicky
PRÓLOGO
En 1993
abandoné la vida académica para trabajar en el Consejo de Asesores
Económicos del presidente Clinton. Tras años de investigación y
docencia, ésa fue mi primera irrupción apreciable en la elaboración
de medidas políticas y, más precisamente, en la política. De ahí
pasé en 1997 al Banco Mundial, donde fui economista jefe y
vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000.
No pude haber escogido un momento más fascinante para entrar en
política. Estuve en la Casa Blanca cuando Rusia emprendió la
transición desde el comunismo; y en el Banco Mundial durante la
crisis financiera que estalló en el Este asiático en 1997 y llegó
a envolver al mundo entero. Siempre me había interesado el
desarrollo económico, pero lo que vi entonces cambió radicalmente
mi visión tanto de la globalización como del desarrollo. Escribo
este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el
efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países
en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países. Creo
que la globalización —la supresión de las barreras al libre
comercio y la mayor integración de las economías nacionales—
puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento
de todos, particularmente los pobres; pero también creo que para que
esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en el que
la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos
comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado
en la eliminación de dichas barreras y las políticas impuestas a
los países en desarrollo en el transcurso de la globalización.
En tanto que
profesor, he pasado mucho tiempo investigando y reflexionando sobre
las cuestiones económicas y sociales con las que tuve que lidiar
durante mis siete años en Washington. Creo que es importante abordar
los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y
observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino. Por
desgracia, pero no con sorpresa, comprobé en la Casa Blanca —primero
como miembro y después como presidente del Consejo de Asesores
Económicos (un panel de tres expertos nombrados por el Presidente
para prestar asesoramiento económico al Ejecutivo norteamericano)—
y en el Banco Mundial que a menudo se tomaban decisiones en función
de criterios ideológicos y políticos. Como resultado se persistía
en malas medidas, que no resolvían los problemas pero que encajaban
con los intereses o creencias de las personas que mandaban. El
intelectual francés Pierre Bourdieu ha escrito acerca de la
necesidad de que los políticos se comporten más como estudiosos y
entren en debates científicos basados en datos y hechos concretos.
Lamentablemente, con frecuencia sucede lo contrario, cuando los
académicos que formulan recomendaciones sobre medidas de Gobierno se
politizan y empiezan a torcer la realidad para ajustarla a las ideas
de las autoridades.
Si mi
carrera académica no me preparó para todo lo que encontré en
Washington D. C., al menos me preparó profesionalmente. Antes de
llegar a la Casa Blanca había dividido mi tiempo de trabajo e
investigación entre la economía matemática abstracta (ayudé a
desarrollar una rama de la ciencia económica que recibió desde
entonces el nombre de economía de la información), y otros temas
más aplicados, como la economía del sector público, el desarrollo
y la política monetaria. Pasé más de veinticinco años escribiendo
sobre asuntos como las quiebras, el gobierno de las corporaciones y
la apertura y acceso a la información (lo que los economistas llaman
«transparencia»); fueron puntos cruciales ante la crisis financiera
global de 1997. También participé durante casi veinte años en
discusiones sobre la transición desde las economías comunistas
hacia el mercado. Mi experiencia sobre cómo manejar dichos procesos
comenzó en 1980, cuando los analicé por primera vez con las
autoridades de China, que daba sus primeros pasos en dirección a una
economía de mercado. He sido un ferviente partidario de las
políticas graduales de los chinos, que han demostrado su acierto en
las últimas dos décadas, y he criticado con energía algunas de las
estrategias de reformas extremas como las «terapias de choque» que
han fracasado tan rotundamente en Rusia y algunos otros países de la
antigua Unión Soviética.
Mi
participación en asuntos vinculados al desarrollo es anterior. Se
remonta a cuando estuve en Kenia como profesor (1969--1971), pocos
años después de su independencia en 1963. Parte de mi labor teórica
más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los
desafíos de Kenia eran arduos pero confiaba en que sería posible
hacer algo para mejorar las vidas de los miles de millones de
personas que, como los keniatas, viven en la extrema pobreza. La
economía puede parecer una disciplina árida y esotérica, pero de
hecho las buenas políticas económicas pueden cambiar la vida de
esos pobres. Pienso que los Gobiernos deben y pueden adoptar
políticas que contribuyen al crecimiento de los países y que
también procuren que dicho crecimiento se distribuya de modo
equitativo. Por tocar sólo un tema, creo en las privatizaciones
(digamos, vender monopolios públicos a empresas privadas) pero sólo
si logran que las compañías sean más eficientes y reducen los
precios a los consumidores. Esto es más probable que ocurra si los
mercados son competitivos, lo que es una de las razones por las que
apoyo vigorosas políticas de competencia.
Tanto en el
Banco Mundial como en la Casa Blanca existía una estrecha relación
entre las políticas que yo recomendaba en mi obra económica previa,
fundamentalmente teórica, asociada en buena parte con las
imperfecciones del mercado: por qué los mercados no operan a la
perfección, en la forma en que suponen los modelos simplistas que
presumen competencia e información perfectas. También aporté a la
política mi análisis de la economía de la información, en
particular las asimetrías, como las diferencias en la información
entre trabajador y empleador, prestamista y prestatario, asegurador y
asegurado. Tales asimetrías son generalizadas en todas las
economías. Dicho análisis planteó los fundamentos de teorías más
realistas sobre los mercados laborales y financieros y explicó, por
ejemplo, por qué existe desempleo y por qué quienes más necesitan
crédito a menudo no lo consiguen —en la jerga de los economistas:
el racionamiento del crédito—. Los modelos que los economistas han
empleado durante generaciones sostenían que los mercados funcionaban
a la perfección —incluso negaron la existencia del paro— o bien
que la única razón de la desocupación estribaba en los salarios
excesivos, y sugerían el remedio obvio: bajarlos. La economía de la
información, con sus mejores interpre-taciones de los mercados de
trabajo, capital y bienes, permitió la construcción de modelos
macroeconómicos que aportaron enfoques más profundos sobre el paro,
y dieron cuenta de las fluctuaciones, recesiones y depresiones que
caracterizaron al capitalismo desde sus albores. Estas teorías
ofrecen claros corolarios políticos —algunos de los cuales son
evidentes para casi todos los que conocen el mundo real— como que
la subida de los tipos de interés hasta niveles exorbitantes
arrastra a la quiebra a las empresas sumamente endeudadas, y que ello
es malo para la economía. Aunque me parecían innegables, esas
prescripciones políticas eran contrarias a las que el Fondo
Monetario Internacional solía insistir en recomendar.
Las
políticas del FMI, basadas en parte en el anticuado supuesto de que
los mercados generaban por sí mismos resultados eficientes,
bloqueaban las intervenciones deseables de los Gobiernos en los
mercados, medidas que pueden guiar el crecimiento y mejorar la
situación de todos. Lo que centra, pues, muchas de las disputas que
describo en las páginas siguientes son las ideas y las concepciones
sobre el papel del Estado derivadas de las mismas.
Aunque tales
ideas han cumplido un papel relevante en el delineamiento de
prescripciones políticas —acerca del desarrollo, el manejo de las
crisis, y la transición— también son claves de mi pensamiento
sobre la reforma de las instituciones internacionales que
supuestamente deben orientar el desarrollo, administrar las crisis y
facilitar las transiciones económicas. Mi estudio sobre la
información hizo que prestara especial atención a las consecuencias
de la falta de información; me alegró apreciar el énfasis en la
transparencia durante la crisis financiera global de 1997-1998, pero
no la hipocresía de instituciones como el FMI o el Tesoro de los
EE.UU., que la subrayaron en el Este asiático cuando ellos eran de
lo menos transparente que he encontrado en mi vida pública. Por eso
en la discusión de las reformas destaco la necesidad de una mayor
transparencia, la mejora de la información que los ciudadanos tienen
sobre esas instituciones, que permita que los afectados por las
políticas tengan más que decir en su formulación. El análisis
sobre la información en las instituciones políticas surgió de modo
bastante natural de mi trabajo previo sobre la información en
economía.
Uno de los
aspectos estimulantes de acudir a Washington fue la oportunidad no
sólo de entender mejor cómo funciona el Estado sino también de
contrastar alguna de las perspectivas derivadas de mi investigación.
Por ejemplo, en tanto que presidente del Consejo de Asesores
Económicos de Clinton, traté de fraguar una filosofía y una
política económicas que vieran a la Administración y a los
mercados como complementarios, como socios, y que reconocieran que si
los mercados son el centro de la economía, el Estado ha de cumplir
un papel importante, aunque limitado. Yo había estudiado los fallos
tanto del mercado como del Estado, y no era tan ingenuo como para
fantasear con que el Estado podía remediar todos los fallos del
mercado, ni tan bobo como para creer que los mercados resolvían por
sí mismos todos los problemas sociales. La desigualdad, el paro, la
contaminación: en estos campos el Estado debía asumir un papel
importante. Trabajé en la iniciativa de «reinventar la
Administración»: hacer al Estado más eficiente y sensible; había
visto cuándo el Estado no era ninguna de las dos cosas y sabía que
las reformas eran difíciles, pero también que, por modestas que
parecieran, eran posibles. Cuando pasé al Banco Mundial esperaba
aportar esta visión equilibrada, y las lecciones aprendidas, a los
muchos más arduos problemas del mundo desarrollado.
En la
Administración de Clinton disfruté del debate político, gané
algunas batallas y perdí otras. Como miembro del gabinete del
Presidente, estaba en una buena posición no sólo para observar los
debates y sus desenlaces, sino también para participar en ellos,
especialmente en áreas relativas a la economía. Sabía que las
ideas cuentan pero también cuenta la política, y una de mis labores
fue persuadir a otros de que lo que yo recomendaba era económica
pero también políticamente acertado. En la esfera internacional, en
cambio, descubrí que ninguna de esas dos dimensiones prevalecía en
la formulación de políticas, especialmente en el Fondo Monetario
Internacional. Las decisiones eran adoptadas sobre la base de una
curiosa mezcla de ideología y mala economía, un dogma que en
ocasiones parecía apenas velar intereses creados. Cuando la crisis
golpeó, el FMI prescribió soluciones viejas, inadecuadas aunque
«estándares», sin considerar los efectos que ejercerían sobre los
pueblos de los países a los que se aconsejaba aplicarlas. Rara vez
vi predicciones sobre qué harían las políticas con la pobreza;
rara vez vi discusiones y análisis cuidadosos sobre las
consecuencias de políticas alternativas: sólo había una receta y
no se buscaban otras opiniones. La discusión abierta y franca era
desanimada: no había lugar para ella. La ideología orientaba la
prescripción política y se esperaba que los países siguieran los
criterios del FMI sin rechistar.
Esas
actitudes me provocaban rechazo; no sólo porque sus resultados eran
mediocres, sino también por su carácter antidemocrático. En
nuestra vida personal jamás seguiríamos ciegamente unas ideas sin
buscar un consejo alternativo, y sin embargo a países de todo el
mundo se les instruía para que hiciera exactamente eso. Los
problemas de las naciones en desarrollo son complejos, y el FMI es
con frecuencia llamado en las situaciones más extremas, cuando un
país se sume en una crisis. Pero sus recetas fallaron tantas veces
como tuvieron éxito, o más. Las políticas de ajuste estructural
del FMI —diseñadas para ayudar a un país a ajustarse ante crisis
y desequilibrios más permanentes— produjeron hambre y disturbios
en muchos lugares, e incluso cuando los resultados no fueron tan
deplorables y consiguieron a duras penas algo de crecimiento durante
un tiempo, muchas veces los beneficios se repartieron
desproporcionadamente a favor de los más pudientes, mientras que los
más pobres en ocasiones se hundían aún más en la miseria. Pero lo
que más me asombraba era que dichas políticas no fueran puestas en
cuestión por los que mandaban en el FMI, por los que adoptaban las
decisiones clave; con frecuencia lo hacían en los países en
desarrollo, pero era tal su temor a perder la financiación del FMI,
y con ella otras fuentes financieras, que las dudas eran articuladas
con gran cautela —o no lo eran en absoluto— y en cualquier caso
sólo en privado. Aunque nadie estaba satisfecho con el sufrimiento
que acompañaba a los programas del FMI, dentro del Fondo simplemente
se suponía que todo el dolor provocado era parte necesaria de algo
que los países debían experimentar para llegar a ser una exitosa
economía de mercado, y que las medidas lograrían de hecho mitigar
el sufrimiento de los países a largo plazo.
Algún dolor
era indudablemente necesario, pero a mi juicio el padecido por los
países en desarrollo en el proceso de globalización y desarrollo
orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales
fue muy superior al necesario. La reacción contra la globalización
obtiene su fuerza no sólo de los perjuicios ocasionados a los países
en desarrollo por las políticas guiadas por la ideología, sino
también por las desigualdades del sistema comercial mundial. En la
actualidad —aparte de aquellos con intereses espurios que se
benefician con el cierre de las puertas ante los bienes producidos
por los países pobres— son pocos los que defienden la hipocresía
de pretender ayudar a los países subdesarrollados obligándolos a
abrir sus mercados a los bienes de los países industrializados más
adelantados y al mismo tiempo protegiendo los mercados de éstos:
esto hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más
pobres... y cada vez más enfadados.
El bárbaro
atentado del 11 de septiembre ha aclarado con toda nitidez que todos
compartimos un único planeta. Constituimos una comunidad global y
como todas las comunidades debemos cumplir una serie de reglas para
convivir. Estas reglas deben ser —y deben parecer— equitativas y
justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un
sentimiento básico de decencia y justicia social. En el mundo de
hoy, dichas reglas deben ser el desenlace de procesos democráticos;
las reglas bajo las que operan las autoridades y cuerpos gubernativos
deben asegurar que escuchen y respondan a los deseos y necesidades de
los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares
distantes.
Este libro
se basa en mis experiencias. Carece de tantas notas al pie y citas
como las que tendría un ensayo académico. En vez de ello, he
intentado describir los acontecimientos de los que fui testigo y
relatar algo de lo que he oído. Aquí no hay armas humeantes: usted
no encontrará pruebas de una terrible conspiración en Wall Street o
el FMI para dominar el mundo. Yo no creo que tal conspiración
exista. La verdad es más sutil. A menudo lo que determinó el
resultado de las discusiones en las que participé fue un tono de
voz, una reunión a puerta cerrada, o un memorando. Muchas de las
personas a las que critico dirán que estoy equivocado, e incluso
puede que presenten datos que contradicen mi versión de lo sucedido,
pero cada historia tiene muchas facetas y sólo puedo presentar mi
interpretación sobre lo que vi.
Al ingresar
en el Banco Mundial mi intención era dedicarme sobre todo a las
cuestiones del desarrollo y los problemas de los países que
intentaban la transición hacia la economía de mercado, pero la
crisis financiera mundial y los debates sobre la reforma de la
arquitectura económica internacional —que gobierna el sistema
económico y financiero global— para procurar una globalización
más humana, efectiva y equitativa, absorbieron buena parte de mi
tiempo. Visité docenas de países en todo el mundo y hablé con
miles de funcionarios, ministros de Hacienda, gobernadores de bancos
centrales, académicos, trabajadores del desarrollo, personas de las
Organizaciones No Gubernamentales (ONG), banqueros, hombres de
negocios, estudiantes, activistas políticos y agricultores. Me
encontré con la guerrilla islámica en Mindanao (la isla de
Filipinas que desde hace largo tiempo se halla en estado de
rebelión), recorrí el Himalaya para llegar a escuelas remotas en
Bhután o a un pueblo en Nepal con un proyecto de riego, comprobé el
impacto de los créditos rurales y los programas de movilización
femenina en Bangladesh, y el efecto de los programas de reducción de
la pobreza en poblados de los parajes montañosos más pobres de
China. Contemplé cómo se hace la historia y aprendí muchísimo. En
este libro he intentado destilar la esencia de lo que vi y aprendí.
Espero que
el libro abra un debate, un debate que no debe transcurrir sólo en
la reclusión de los despachos de los Gobiernos y las organizaciones
internacionales, ni tampoco limitarse a la atmósfera más abierta de
las universidades. Aquellos cuyas vidas se verán afectadas por las
decisiones sobre la gestión de la globalización tienen derecho a
participar en este debate, y a saber cómo se tomaron esas decisiones
en el pasado. Como mínimo, mi libro debería aportar más
información sobre lo que ocurrió en la década pasada. Seguramente
la mayor información llevará a mejores políticas que obtendrán
mejores resultados. Si ello es así, sentiré que algo he aportado.
CAPÍTULO 3
¿LIBERTAD
DE ELEGIR?
La
austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los
mercados fueron los tres pilares aconsejados por el Consenso de
Washington durante los años ochenta y noventa. Las políticas del
consenso de Washington fueron diseñadas para responder a problemas
muy reales de América Latina, y tenían mucho sentido. En los años
ochenta los Gobiernos de dichos países habían tenido a menudo
grandes déficits. Las pérdidas en las ineficientes empresas
públicas contribuyeron a dichos déficits. Aisladas de la
competencia gracias a medidas proteccionistas, las empresas privadas
ineficientes forzaron a los consumidores a pagar precios elevados. La
política monetaria laxa hizo que la inflación se descontrolara. Los
países no pueden mantener déficits abultados y el crecimiento
sostenido no es posible con hiperinflación. Se necesita algún grado
de disciplina fiscal. La mayoría de los países mejorarían si los
Gobiernos se concentraran más en proveer servicios públicos
esenciales que en administrar empresas que funcionarían mejor en el
sector privado, y por eso la privatización a menudo es correcta.
Cuando la liberalización comercial —la reducción de aranceles y
la eliminación de otras trabas proteccionistas— se hace bien y al
ritmo adecuado, de modo que se creen nuevos empleos a medida que se
destruyen los empleos ineficientes, se pueden lograr significativas
ganancias de eficiencia.
El problema
radicó en que muchas de esas políticas se transformaron en fines en
sí mismas, más que en medios para un crecimiento equitativo y
sostenible. Así, las políticas fueron llevadas demasiado lejos y
demasiado rápido, y excluyeron otras políticas que eran necesarias.
Los
resultados han sido muy diferentes a los buscados. La austeridad
fiscal exagerada, bajo circunstancias inadecuadas, puede inducir
recesiones, y los altos tipos de interés ahogar a los empresarios
incipientes. El FMI propició enérgicamente la privatización y la
liberalización, a un ritmo que a menudo impuso costes apreciables
sobre países que no estaban en condiciones de afrontarlos.
PRIVATIZACIÓN
Los Estados
de muchos países en desarrollo —y desarrollados— demasiado a
menudo invierten mucha energía en hacer lo que no deberían hacer.
Esto los distrae de sus labores más apropiadas. El problema no es
tanto que la Administración sea demasiado grande como que no hace lo
que debe. A los Estados, en líneas generales, no les corresponde
manejar empresas siderúrgicas y suelen hacerlo fatal (aunque las
empresas siderúrgicas más eficientes del mundo son las fundadas y
gestionadas por los Estados de Corea y Taiwan, son la excepción). Lo
normal es que las empresas privadas competitivas realicen esa tarea
más eficazmente. Éste es el argumento a favor de la privatización:
la conversión de empresas públicas en privadas. Sin embargo,
existen importantes precondiciones que deben ser satisfechas antes de
que la privatización pueda contribuir al crecimiento económico. Y
el modo en que se privatice cuenta mucho.
Por
desgracia, el FMI y el BM han abordado los problemas con una
perspectiva estrechamente ideológica: la privatización debía ser
concretada rápidamente. En la clasificación de los países que
emprendían la transición del comunismo al mercado, los que
privatizaban más deprisa obtenían las mejores calificaciones. Como
consecuencia, la privatización muchas veces no logró los beneficios
augurados. Las dificultades derivadas de esos fracasos han suscitado
antipatía hacia la idea misma de la privatización.
En 1998
visité unos pueblos pobres de Marruecos para observar el impacto que
los proyectos del Banco Mundial y las Organizaciones No
Gubernamentales (ONG) ejercían sobre las vidas de la gente.
Comprobé, por ejemplo, que los proyectos de riego comunitario
elevaban muchísimo la productividad agrícola. Un proyecto, sin
embargo, habría fracasado. Una ONG había instruido concienzudamente
a los habitantes de un pueblo en la cría de gallinas, actividad que
las mujeres podían llevar a cabo sin descuidar sus labores más
tradicionales. Originalmente, las mujeres compraban los polluelos de
siete días a una empresa pública. Pero cuando visité el pueblo el
proyecto había fracasado. Departí con los pobladores y con
funcionarios oficiales sobre lo que había fallado y la respuesta fue
sencilla: el FMI le había dicho al Gobierno que no debía estar en
el negocio de distribución de pollos, y entonces dejaron de
venderlos. Simplemente se supuso que el sector privado inmediatamente
llenaría el vacío. Un proveedor privado, en efecto, llegó para
suministrar polluelos a la gente. La tasa de mortalidad de los pollos
en las primeras dos semanas es elevada, y la empresa privada no
estaba dispuesta a garantizar la oferta. Los pobladores no podían
asumir el riesgo de comprar pollos que murieran en un porcentaje
abultado. Y así fue como una industria naciente, destinada a cambiar
las vidas de esos pobres campesinos, desapareció.
El supuesto
subyacente a este fracaso es algo con lo que me topé en repetidas
ocasiones: el FMI se limitaba a dar por sentado que los mercados
surgen rápidamente para satisfacer cualquier necesidad, cuando en
realidad muchas actividades estatales surgen porque los mercados no
son capaces de proveer servicios esenciales. Los ejemplos abundan.
Fuera de Estados Unidos a menudo este punto parece obvio. Cuando
muchos países europeos crearon sus sistemas de seguridad social y
sus sistemas de seguro de paro e incapacidad laboral, no había
mercados privados de anualidades que funcionaran bien, no había
empresas privadas que ofrecieran seguros ante esos riesgos tan
importantes en la vida de las personas. Incluso cuando, mucho
después, EE UU creó su sistema de seguridad social, en las
profundidades de la Gran Depresión y como parte del New Deal, los
mercados privados de anualidades no funcionaban bien —e incluso hoy
no es posible conseguir anualidades que nos protejan contra la
inflación. También en EE UU, uno de los motivos por los que se creó
la Asociación Nacional Federal de Hipotecas (Fannie Mae) fue que el
mercado privado no facilitaba hipotecas en condiciones razonables a
las familias de rentas medias y bajas. En los países
subdesarrollados estos problemas son aún más graves; eliminar las
empresas públicas puede dejar un profundo vacío e incluso si el
sector privado finalmente hace su aparición, puede mediar un enorme
sufrimiento.
En Costa de
Marfil la compañía telefónica fue privatizada, como es habitual,
antes de establecer un marco regulatorio adecuado o un entorno
competitivo. La empresa francesa que compró los activos estatales
persuadió al Gobierno para que le concediera un monopolio, no sólo
sobre los servicios telefónicos existentes sino también sobre los
nuevos servicios celulares. La empresa privada subió tanto las
tarifas que, por ejemplo, los estudiantes universitarios no podían
acceder a Internet, algo esencial para impedir que la ya acusada
desigualdad en el acceso digital entre ricos y pobres se acentúe aún
más.
El FMI
arguye que es muy importante privatizar a marchas forzadas; más
tarde será el momento de ocuparse de la competencia y la regulación.
Pero el peligro estriba en que una vez generado un grupo de interés
éste cuenta con el incentivo, y el dinero, para mantener su posición
monopólica, paralizar las regulaciones y la competencia y
distorsionar el proceso político. Existe una razón natural por la
cual el FMI ha estado menos preocupado por la competencia y la
regulación de lo que podría haberlo estado. La privatización de un
monopolio no regulado puede aportar más dinero al Estado, y el FMI
enfatiza más los temas macroeconómicos, como el tamaño del déficit
público, que los estructurales, como la eficiencia y competitividad
de la industria. Fueran o no los monopolios privatizados más
eficientes que los estatales a la hora de producir, a menudo
resultaron más eficientes a la hora de explotar su posición
dominante: el resultado fue que los consumidores sufrieron.
La
privatización, asimismo, no sólo se implantó a expensas de los
consumidores, sino también de los trabajadores. El impacto sobre el
empleo ha sido quizás el argumento principal a favor y en contra de
la privatización; sus partidarios sostenían que sólo la
privatización permitía despedir a los trabajadores improductivos, y
sus detractores replicaban que los recortes de plantillas tuvieron
lugar sin ponderar los costes sociales. En realidad, hay buena parte
de verdad en ambos puntos de vista. La privatización con frecuencia
hace pasar a las empresas públicas de los números rojos a los
negros, gracias a la reducción de las plantillas. Se supone, empero,
que los economistas deben prestar atención a la eficiencia global.
Hay costes sociales relacionados con el paro que las empresas
privadas simplemente no toman en cuenta. Si la protección del empleo
es mínima, los empresarios pueden despedir trabajadores con un coste
bajo o nulo, abonando, en el mejor de los casos, una pequeña
indemnización. La privatización ha sido objeto de abundantes
críticas porque, al revés de las llamadas inversiones Greenfield
—cuando se invierte en empresas nuevas, en vez de dejar que
inversores privados compren empresas ya existentes—, más que crear
nuevos puestos de trabajo, la privatización a menudo los destruye.
En los
países industrializados el daño de los despidos es reconocido y en
parte mitigado por la red de seguridad de las prestaciones por
desempleo. En los países menos desarrollados, los trabajadores
parados generalmente no se convierten en una carga pública porque
rara vez cuentan con esquemas de seguro de paro. Pero a pesar de todo
pueden generarse grandes costes sociales manifestados, en las peores
formas, en violencia urbana, más delincuencia y perturbaciones
sociales y políticas. Incluso en ausencia de estos males, el paro
suscita costes elevados, como la angustia generalizada incluso entre
los trabajadores que han conseguido mantener sus empleos, una
sensación extendida de alienación, cargas financieras adicionales
sobre miembros de la familia que retienen sus puestos de trabajo, y
la retirada de niños del colegio para que contribuyan al sostén
familiar. Esta clase de costes sociales perduran mucho tiempo después
de la pérdida inmediata del empleo. Las empresas locales pueden
quizá estar en sintonía con el contexto social1 y ser renuentes a
despedir trabajadores si saben que no hay empleos alternativos
disponibles. Los propietarios extranjeros, por otro lado, pueden
sentirse más comprometidos con sus accionistas, con la maximización
del valor de la acción mediante la reducción de costes, y sentirse
menos obligados con lo que definirán como «plantillas infladas».
Es
importante reestructurar las empresas públicas, y con frecuencia la
privatización es un modo eficaz de lograrlo. Pero desplazar gente
desde empleos poco productivos en empresas públicas al paro no
incrementa la renta nacional del país, y ciertamente no aumenta el
bienestar de los trabajadores. La moraleja es sencilla y volveré
sobre ella repetidamente: la privatización debe ser parte de un
programa más amplio, que implique la creación de empleo a la vez
que la destrucción del mismo provocado a menudo por las
privatizaciones. Las políticas macroeconómicas, como los bajos
tipos de interés, que ayudan a crear empleo, deben ser puestas en
práctica. El tiempo (y la secuencia) es todo. No se trata de asuntos
pragmáticos de «implementación», sino de asuntos de principios.
Quizá la
más grave preocupación con la privatización, tal como ha sido
aplicada muchas veces, es la corrupción. La retórica del
fundamentalismo del mercado afirma que la privatización reducirá lo
que los economistas denominan la «búsqueda de rentas» por parte de
los funcionarios, que o bien se quedan con parte de los beneficios de
las empresas públicas o conceden contratos y empleos a sus amigos.
Pero, al contrario de lo que supuestamente iba a lograr, la
privatización ha empeorado las cosas tanto que en muchos países se
la denomina irónicamente «sobornización». Si una Administración
es corrupta, hay escasas evidencias de que las privatizaciones
resolverán el problema. Después de todo, el mismo Gobierno corrupto
que manejó mal la empresa es el que va a gestionar la privatización.
En un país tras otro, los funcionarios se han percatado de que las
privatizaciones significan que ya no tienen por qué limitarse a la
apropiación anual de los beneficios. Si venden una empresa pública
por debajo del precio de mercado, pueden conseguir una parte
significativa del valor del activo, en vez de dejarlo para
administraciones subsiguientes. De hecho, pueden robar hoy buena
parte de lo que se apropiarían los políticos en el futuro. De modo
muy poco sorprendente, se manipula el proceso de privatización para
maximizar la suma de lo que los ministros del Gobierno podían
embolsarse, y no la suma que podía aportar el Tesoro público, y
mucho menos la eficiencia general de la economía. Como veremos,
Rusia representa un caso paradigmático devastador del precio de la
«privatización a toda costa».
Ingenuamente,
los partidarios de la privatización se convencieron de que se podían
dejar de lado estas costas porque los libros de texto parecían
dictaminar que una vez definidos claramente los derechos de
propiedad, los nuevos propietarios lograrían que los activos fueran
manejados de forma eficiente. Así, la situación mejoraría a largo
plazo, aunque fuera horrible a corto plazo. No percibieron que sin
las adecuadas estructuras legales e instituciones del mercado, los
nuevos propietarios podrán tener un incentivo para deshacer los
activos más que para utilizarlos como bases para expandir la
industria. Como resultado, en Rusia y en muchos otros países, la
privatización no constituyó una palanca del crecimiento tan eficaz
como podría haberlo sido. De hecho, algunas veces fue asociada con
la decadencia y demostró ser una fuerza poderosa para minar la
confianza en las instituciones democráticas y del mercado.
LIBERALIZACIÓN
La
liberalización —supresión de interferencias públicas en los
mercados financieros y de capitales, y de las barreras al comercio—
tiene muchas dimensiones. Actualmente, hasta el propio FMI admite que
insistió en ella excesivamente, y que la liberalización de los
mercados de capitales y financieros contribuyó a las crisis
financieras globales de los años noventa y puede ser devastadora en
un pequeño país emergente.
El único
aspecto de la liberalización que goza de amplio respaldo —al menos
entre las elites de las naciones industrializadas adelantadas— es
la liberalización comercial. Pero una mirada atenta al modo en que
se ha aplicado en muchos países subdesarrollados ilustra por qué es
tan a menudo objeto de tantas resistencias, como lo revelaron las
protestas en Seattle, Praga y Washington D. C.
Se supone
que la liberalización comercial expande la renta de un país porque
desplaza los recursos de empleos menos productivos a más
productivos; como dirían los economistas, por medio de la ventaja
comparativa. Pero trasladar recursos de asignaciones poco productivas
hasta una productividad nula no enriquece un país, y esto es algo
que sucedió demasiadas veces bajo los programas del FMI. Destruir
empleos es sencillo y tal es a menudo el impacto inmediato de la
liberalización comercial, cuando las industrias ineficientes cierran
ante el empuje de la competencia internacional. La ideología del FMI
argumentaba que se crearían nuevos y más productivos empleos a
medida que fueran eliminados los viejos e ineficientes empleos
creados tras las murallas proteccionistas. Pero esto sencillamente no
es verdad —y pocos economistas han creído en la creación
instantánea de puestos de trabajo, al menos desde la Gran
Depresión—. La creación de nuevas empresas y empleos requiere
capital y espíritu emprendedor, y en los países en desarrollo
suelen escasear el segundo, debido a la falta de educación, y el
primero, debido a la ausencia de financiación bancaria. En muchos
países el FMI empeoró las cosas porque sus programas de austeridad
desembocaron con frecuencia en tipos de interés tan altos —a veces
superiores al 20 por ciento, a veces al 50 por ciento, y en algunas
ocasiones incluso al 100 por ciento— que la creación de empleos y
empresas habría sido imposible incluso en un ambiente económico
propicio como el de los Estados Unidos. Simplemente, el capital
imprescindible para el crecimiento resultaba prohibitivamente caro.
Los países
en desarrollo de más éxito, los del Este asiático, se abrieron al
mundo de manera lenta y gradual. Estos países aprovecharon la
globalización para expandir sus exportaciones, y como consecuencia
crecieron más rápidamente. Pero desmantelaron sus barreras
proteccionistas cuidadosa y sistemáticamente, bajándolas sólo
cuando se creaban los nuevos empleos. Se aseguraron de que había
capital disponible para la creación de nuevos empleos y empresas; y
hasta adoptaron un protagonismo empresarial promoviendo nuevas
empresas. China está ahora desmantelando sus barreras comerciales,
veinte años después de haber iniciado su marcha hacia el mercado,
un periodo durante el cual creció a gran velocidad.
La gente de
EE UU y los países industrializados avanzados debieron de entender
estos problemas con facilidad. En las dos últimas campañas
presidenciales de EE UU, el candidato Pat Buchanan explotó las
preocupaciones de los trabajadores norteamericanos ante la pérdida
de puestos de trabajo por culpa de la liberalización comercial. Los
ecos de Buchanan resonaban en un país casi con pleno empleo (en 1999
la tasa de paro había caído por debajo del 4 por ciento), con un
buen sistema de seguro de paro y una variedad de ayudas para que los
trabajadores se muevan de un empleo a otro. El hecho de que incluso
durante la expansión de los noventa pudiera existir esa ansiedad
entre los trabajadores estadounidenses sobre la amenaza planteada por
el comercio liberalizado a sus empleos debió de suscitar una mayor
comprensión ante la zozobra de los trabajadores en los países
pobres subdesarrollados, que viven en el límite de la subsistencia,
a menudo con dos dólares al día o menos, sin red de seguridad en
forma de ahorros y mucho menos seguro de desempleo, y en una economía
con un paro del 20 por ciento o más.
El hecho de
que la liberalización comercial demasiado a menudo incumple sus
promesas —y en realidad conduce sencillamente a más paro— es lo
que provoca que se le opongan enérgicamente. Pero la hipocresía de
quienes propician la liberalización comercial —y el modo en que lo
han hecho— indudablemente ha reforzado la hostilidad hacia dicha
liberalización. Occidente animó la liberalización comercial de los
productos que exportaba, pero a la vez siguió protegiendo los
sectores en los que la competencia de los países en desarrollo podía
amenazar su economía. Ésta fue una de las bases de la oposición a
la nueva ronda de negociaciones comerciales que supuestamente iba a
ser inaugurada en Seattle: las rondas anteriores habían protegido
los intereses de los países industrializados —o, más
precisamente, intereses particulares dentro de esos países— sin
ventajas equivalentes para las naciones menos desarrolladas. Los
críticos señalaron, con razón, que las rondas previas habían
atenuado las barreras comerciales frente a bienes industriales, desde
automóviles hasta maquinaria, exportados por los países más
industrializados. Al mismo tiempo, los negociadores de estos países
mantuvieron los subsidios a los productos agrícolas y cerraron los
mercados de estos bienes y los textiles, en los que los países
subdesarrollados tienen una ventaja comparativa.
En la más
reciente Ronda Uruguay se introdujo el tema del comercio de
servicios. Finalmente, los mercados se abrieron sobre todo para los
servicios exportados por los países avanzados —servicios
financieros y tecnología de la información— pero no para los
servicios marítimos y de construcción, en los cuales los países
subdesarrollados podían conseguir una pequeña ventaja. Los Estados
Unidos se jactaron de los beneficios cosechados, pero los países en
desarrollo no obtuvieron una cuota proporcional. Un cálculo del
Banco Mundial mostró que la renta del África subsahariana, la
región más pobre del mundo, cayó más de un 2 por ciento merced al
acuerdo comercial. Hubo otros ejemplos de desigualdades que ocuparon
cada vez más el discurso del mundo subdesarrollado, aunque rara vez
aparecieron en la prensa de las naciones más desarrolladas. Países
como Bolivia no sólo eliminaron sus barreras comerciales hasta un
punto tal que eran menores que las de EE UU, sino que también
cooperaron con EE UU prácticamente erradicando el cultivo de la
coca, la base de la cocaína, aunque este cultivo brindaba a los
agricultores pobres una renta superior a cualquier alternativa. La
respuesta de EE UU fue seguir con sus mercados cerrados a los otros
productos, como el azúcar, que los campesinos bolivianos podrían
haber producido para exportar —si el mercado norteamericano se
hubiese abierto—.
A los países
en desarrollo les irrita especialmente este doble rasero, porque las
hipocresías y desigualdades cuentan con una larga historia. En el
siglo XIX las potencias occidentales —muchas de las cuales se
habían desarrollado gracias a políticas proteccionistas— habían
impuesto tratados comerciales injustos. Acaso el más ultrajante fue
el de la Guerra del Opio, cuando el Reino Unido y Francia se
confabularon contra la débil China y, junto con Rusia y EE UU, la
forzaron, por el Tratado de Tientsin de 1858, no sólo a realizar
concesiones comerciales y territoriales, para garantizar que
exportaría los bienes que Occidente deseaba a precios bajos, sino
también a abrir sus mercados al opio, lo que llevó a la adicción a
millones de chinos (cabría denominar a esto un enfoque casi
diabólico de la «balanza comercial»). Hoy no se fuerza la apertura
de los mercados emergentes con la amenaza del uso de la fuerza
militar sino a través del poder económico, a través de la amenaza
de sanciones o de la retirada de la ayuda en momentos de crisis.
Aunque la Organización Mundial de Comercio era el foro donde se
negociaban los acuerdos comerciales internacionales, los negociadores
estadounidenses y el FMI a menudo insistieron en ir más allá y
acelerar el ritmo de la liberalización comercial. El FMI insiste en
este ritmo acelerado de la liberalización como condición de su
ayuda —y los países ante una crisis no tenían más elección que
acceder a sus demandas—.
Cuando EE UU
actúa unilateralmente y no al amparo del FMI las cosas son aún
peores. El Representante de Comercio de EE UU, el Departamento de
Comercio, a menudo aguijoneado por intereses creados norteamericanos,
acusa a un país extranjero; se sucede entonces un proceso de
revisión —que sólo involucra al Gobierno estadounidense— y una
decisión adoptada por EE UU, y a continuación se imponen sanciones
al país ofensor. Los Estados Unidos aparecen como fiscal, juez y
jurado. El proceso es casi judicial, pero las cartas están marcadas:
tanto las reglas como los jueces favorecen un veredicto de
culpabilidad. Cuando este arsenal se emplea contra otros países
industrializados, Europa y Japón, ellos cuentan con recursos para
defenderse, pero en el caso de los países subdesarrollados, incluso
los grandes como India o China, la lucha no es justa. La mala
voluntad resultante es desproporcionadamente mayor que cualquier
ganancia posible para EE UU. El proceso mismo contribuye poco a
reforzar la confianza en un sistema comercial internacional
equitativo.
La retórica
que esgrime EE UU para plantear su posición alimenta la imagen de
una superpotencia dispuesta a utilizar su influencia para promover
sus intereses particulares. Cuando Mickey Kantor fue el representante
comercial de EE UU durante la primera Administración de Clinton,
pretendió obligar a China a que abriese sus mercados más
rápidamente. Las negociaciones de la Ronda Uruguay de 1994, en las
que cumplió un papel relevante, establecieron la OMC y fijaron las
reglas básicas de sus miembros. El acuerdo previó acertadamente un
periodo de ajuste más prolongado para los países en desarrollo. El
Banco Mundial, y cualquier economista, trata a China, con una renta
per cápita de 450 dólares, no sólo como un país subdesarrollado
sino también como un país en desarrollo con una renta baja. Pero
Kantor es un negociador duro. Insistió en que se trataba de un país
desarrollado y por tanto debía acometer una transición rápida.
Kantor tenía
poder porque China necesitaba la aprobación norteamericana para
integrarse en la OMC. El acuerdo EE UU-China, que finalmente llevó a
la admisión de China en la OMC en noviembre de 2001, ilustra dos
aspectos de la contradictoria posición estadounidense. Mientras EE
UU prolongaba la negociación con su irrazonable insistencia en que
China era realmente un país desarrollado, la propia China empezaba
un proceso de ajuste. En efecto, sin quererlo, EE UU le dio a China
el tiempo extra que necesitaba. Pero el acuerdo mismo ejemplifica los
dobles raseros y las desigualdades que aquí están presentes.
Irónicamente, mientras EE UU insistía en que China se ajustara
velozmente, como si fuera un país desarrollado —y como China había
utilizado acertadamente el extendido tiempo de negociación, fue
capaz de acceder a dichas demandas—, EE UU también exigió ser
tratado como si fuera un país menos desarrollado y que se le
concedieran no sólo los diez años de ajuste para rebajar sus
barreras contra las importaciones de textiles, que habían formado
parte de las negociaciones de 1994, sino que se le otorgaran cuatro
años más.
Lo que
resulta especialmente inquietante es cómo los intereses creados
pueden socavar tanto la credibilidad de EE UU como los intereses
nacionales en sentido amplio. Esto se vio nítidamente en abril de
1999, cuando el premier chino Zhu Rongji viajó a EE UU, en parte
para completar las negociaciones para la admisión de China en la
Organización Mundial de Comercio, algo que habría sido esencial no
sólo para el régimen comercial mundial —¿cómo excluir a uno de
los países más grandes?— sino también para las reformas de
mercado de la propia China. Además de la oposición del
representante comercial de EE UU y del Departamento de Estado, el
Tesoro norteamericano insistió en una cláusula para la
liberalización con más premura de los mercados financieros chinos.
Con razón, China estaba preocupada: precisamente esa liberalización
había conducido a las crisis financieras en los países vecinos del
Este de Asia, con acusados costes. China se había mantenido al
margen gracias a sus sabias políticas.
Esta
petición estadounidense para liberalizar los mercados financieros
chinos no habría contribuido a garantizar la estabilidad económica
global. Su objetivo era servir a los estrechos intereses de la
comunidad financiera norteamericana, que el Tesoro enérgicamente
representa. Wall Street creía acertadamente que China representaba
un vasto mercado potencial para sus servicios financieros, y era
importante entrar y establecer una posición fuerte antes que otros.
¡Qué falta de visión! Era patente que China al final se abriría.
Acelerar el proceso un año o dos era poco importante, aunque Wall
Street temía que su ventaja competitiva pudiera desaparecer en la
medida en que las entidades financieras europeas y de otros lugares
superaran las ventajas de corto plazo de sus competidores de Wall
Street. Pero el coste potencial era enorme. Poco después de la
crisis financiera asiática, era imposible que China cediera a las
demandas del Tesoro. Para China era fundamental mantener la
estabilidad: no podía arriesgarse a adoptar políticas que habían
demostrado ser tan desestabilizadoras en otros países. Zhu Rongji
debió regresar a China sin un acuerdo firmado. Quienes se oponían a
las reformas argumentaron que Occidente procuraba debilitar a China,
y jamás firmaría un acuerdo justo. Un buen final de las
negociaciones habría contribuido a consolidar la posición de los
reformadores en el Gobierno chino y a fortalecer el movimiento
reformista. En cambio, Zhu Rongji y el movimiento reformista que
defendía quedaron desacreditados, y su poder e influencia
debilitados. Por fortuna, el daño fue sólo temporal, pero de todos
modos el Tesoro norteamericano había demostrado lo mucho que estaba
dispuesto a arriesgar para conseguir sus objetivos.
Aunque se
promovió una agenda comercial injusta, al menos un amplio cuerpo de
teoría y práctica indicaba que la liberalización del comercio,
aplicada apropiadamente, sería algo bueno. El argumento en pro de la
liberalización del mercado financiero era más problemático. Muchos
países tienen regulaciones financieras que no sirven más que para
obstruir el flujo de capitales: tales regulaciones debían ser
eliminadas. Pero todos los países regulan sus mercados financieros,
y un celo excesivo en la desregulación ha provocado problemas
gigantescos en los mercados de capitales incluso en los países
desarrollados de todo el mundo. Por citar sólo un ejemplo, el
bochornoso desastre de las Savings & Loans en EE UU, aunque fue
un factor clave para precipitar la recesión de 1991 y costó a los
contribuyentes norteamericanos más de 200.000 millones de dólares,
fue en porcentaje del PIB uno de los rescates menos onerosos
derivados de la desregulación, igual que la recesión fue una de las
más suaves en comparación con las padecidas por otras economías
ante crisis similares.
Mientras que
los países industrializados más adelantados, con sus complejas
instituciones, aprendían las duras lecciones de la desregulación
financiera, el FMI llevaba este mensaje reagan-thatcheriano a los
países en desarrollo, particularmente mal pertrechados para hacer
frente a lo que, en las mejores circunstancias, había resultado ser
una labor ardua y plagada de riesgos. Las naciones industriales más
avanzadas no habían intentado liberalizar sus mercados de capitales
hasta bastante tarde en su desarrollo —las europeas esperaron hasta
los años setenta para suprimir los controles en sus mercados de
capitales— los países en desarrollo habían sido estimulados a
hacerlo a marchas forzadas.
Las
consecuencias —la recesión económica— de las crisis bancarias
desencadenadas por la desregulación de los mercados de capitales,
dolorosas para los países desarrollados, fueron mucho más graves
para los subdesarrollados. Los países pobres carecen de red de
seguridad para mitigar el impacto de la recesión. Asimismo, la
competencia limitada en los mercados financieros significaba que la
liberalización no siempre acarreaba el beneficio prometido de unos
tipos de interés más bajos. En vez de ellos, los agricultores
comprobaban en ocasiones que debían pagar tipos más altos, lo que
dificultaba sus compras de semillas y fertilizantes necesarios para
alcanzar a duras penas la subsistencia.
Si la
prematura y mal manejada liberalización comercial fue perjudicial
para los países subdesarrollados, en muchos sentidos la
liberalización del mercado de capitales fue incluso peor. Esta
liberalización lleva consigo eliminar las regulaciones que pretenden
controlar el flujo de dinero caliente hacia —y desde— los países,
contratos y préstamos a corto plazo que habitualmente no son más
que apuestas sobre los tipos de cambio. Este dinero especulativo no
puede utilizarse para construir fábricas o crear empleos —las
empresas no acometen inversiones a largo plazo con unos fondos que
pueden ser retirados en un abrir y cerrar de ojos— y en realidad el
riesgo que dicho dinero caliente implica hace que resulte menos
atractivo realizar inversiones a largo plazo en un país
subdesarrollado. Los efectos adversos sobre el crecimiento son aún
más intensos. Para manejar los riesgos vinculados con esos volátiles
flujos de capitales, se suele aconsejar a los países que aparten de
sus reservas una suma igual a sus préstamos a corto plazo
denominados en divisas. Con objeto de apreciar lo que esto implica
supongamos que una empresa en un pequeño país subdesarrollado
acepta un crédito a corto plazo de un banco norteamericano por 100
millones de dólares a un interés del 18 por ciento. Una política
prudente por parte del país requeriría aumentar las reservas en 100
millones. Las reservas generalmente se tienen en Letras del Tesoro de
EE UU, que pagan un 4 por ciento. La verdad es que el país
simultáneamente pide prestado a EE UU a un 18 por ciento, y le
presta a EE UU a un 4 por ciento. El país en su conjunto no tiene
más recursos disponibles para invertir. Los bancos estadounidenses
cosechan un jugoso beneficio y EE UU globalmente gana 14 millones de
dólares anuales en intereses. Lo difícil es ver cómo esto permite
al país en desarrollo crecer más rápidamente. Así expuesto, el
asunto no tiene sentido. Hay un problema adicional: un desajuste de
incentivos. Con la liberalización de los mercados de capitales los
que deciden pedir fondos a corto plazo a los bancos norteamericanos
son las empresas del sector privado del país, pero el que debe
ajustar sus reservas para preservar una posición prudente es el
Estado.
Cuando el
FMI defendía la liberalización de los mercados de capitales
recurría a un razonamiento simplista: los mercados libres son más
eficientes, la mayor eficiencia se traduce en mayor crecimiento. Pasó
por alto argumentos como el que acabamos de plantear, y presentó
otras consideraciones aparentemente acertadas como, por ejemplo, que
sin la liberalización los países no podrían atraer capital
extranjero y en especial inversión directa. Los economistas del
Fondo jamás reivindicaron ser grandes teóricos; alegaban que su
pericia derivaba de su experiencia global y su control de los datos.
Llamativamente, ni siquiera los datos avalaban las conclusiones del
FMI. China, que recibió la mayor suma de inversión extranjera, no
siguió las prescripciones occidentales (salvo la macroestabilidad):
prudentemente, impidió la plena liberalización de los mercados de
capitales. Los estudios estadísticos más amplios confirmaron que,
utilizando las propias definiciones de liberalización del FMI, no
generaba más crecimiento e inversión.
Mientras que
China demostraba que la liberalización del mercado de capitales no
era necesaria para atraer fondos, el hecho fue que, dada la elevada
tasa de ahorro en el Este asiático (entre 30 y 40 por ciento del
PIB, en vez del 18 por ciento en EE UU y 17-30 por ciento en Europa),
la región apenas necesitaba dinero adicional: ya afrontaba un
acuciante desafío para invertir bien su flujo de ahorros.
Los
partidarios de la liberalización esgrimieron otro argumento, que
resulta particularmente ridículo a la luz de la crisis financiera
global desatada en 1997: que la liberalización fomentaría la
estabilidad al diversificar las fuentes de financiamiento. La idea
era que en tiempos de recesión, los países podrían acudir a los
extranjeros para cubrir la deficiencia en los fondos nacionales. Los
economistas del FMI jamás pretendieron ser grandes teóricos, pero
supuestamente eran personas prácticas, versadas en el mundo real.
Seguramente sabrían que los banqueros prefieren prestar a quienes no
necesitan su dinero; seguramente habrían visto cómo, cuando los
países tienen dificultades, los prestamistas extranjeros sacan su
dinero, exacerbando el desplome económico. Observaremos más en
detalle por qué la liberalización, en especial cuando es acometida
prematuramente, antes del establecimiento de instituciones
financieras sólidas, incrementó la inestabilidad, pero un hecho es
claro: la inestabilidad no sólo conspira contra el crecimiento
económico, sino que los costes de la inestabilidad son
desproporcionadamente soportados por los más pobres.
EL PAPEL DE
LA INVERSIÓN EXTRANJERA
La inversión
extranjera no es uno de los tres pilares del Consenso de Washington,
pero es una parte clave de la nueva globalización. Según el
Consenso de Washington, el crecimiento tiene lugar merced a la
liberalización, «destrabar» los mercados. Se supone que la
privatización, la liberalización y la macroestabilidad generan un
clima que atrae la inversión, incluyendo la extranjera. Esta
inversión produce crecimiento. Las empresas extranjeras aportan
conocimientos técnicos y acceso a los mercados exteriores, y abren
nuevas posibilidades para el empleo. Dichas empresas cuentan también
con acceso a fuentes de financiación, especialmente importantes en
los países subdesarrollados con instituciones financieras locales
débiles. La inversión extranjera directa ha cumplido un papel
importante en muchos —pero no todos— casos de éxito en el
desarrollo en países como Singapur y Malaisia e incluso China.
Dicho esto,
hay aspectos negativos reales. Cuando llegan las empresas extranjeras
a menudo destruyen a los competidores locales, frustrando las
ambiciones de pequeños empresarios que aspiraban a animar la
industria nacional. Hay muchos ejemplos de esto. Los fabricantes de
refrescos en todo el mundo han sido arrollados por la irrupción en
sus mercados de la Coca-Cola y la Pepsi. Los fabricantes locales de
helados han visto que no pueden competir con los productos de
Unilever.
Una forma de
pensar sobre esto es recordar la controversia entre las cadenas de
grandes almacenes y las tiendas. Cuando Wal Mart se instala en una
comunidad, son frecuentes las protestas de las empresas locales, que
temen —con razón— ser desplazadas. A los tenderos les preocupa
no ser capaces de competir con Wal Mart, cuyo poder de compra es
enorme. A la gente que vive en los pueblos le preocupa lo que puede
suceder con la personalidad de la comunidad si se acaba con todas las
tiendas del lugar. Esas mismas inquietudes son mil veces más
intensas en los países subdesarrollados. Tales alarmas son
legítimas, aunque es menester recordar que si Wal Mart tiene éxito
es porque suministra bienes a los consumidores a precios más bajos.
El suministro más eficiente de bienes y servicios a los ciudadanos
pobres de los países en desarrollo es sumamente importante, dado lo
cerca que viven del nivel de subsistencia.
Pero los
críticos plantearon varios puntos. En ausencia de leyes estrictas
sobre la competencia —o de una aplicación efectiva de las mismas—,
una vez que la empresa internacional expulsa a los competidores
locales, emplea su poder monopólico para subir los precios. Los
beneficios de los precios bajos fueron efímeros.
Parte de lo
que está en juego es una cuestión de ritmo: los empresarios locales
aducen que, si se les da tiempo, podrán adaptarse, responder a la
competencia y producir bienes eficientemente, y que mantener las
empresas nacionales es importante para fortalecer la comunidad,
económica y socialmente. El problema, por supuesto, es que demasiado
a menudo las políticas inicialmente presentadas como protección
temporal frente a la competencia foránea se transforman en
permanentes.
Muchas
multinacionales han hecho menos de lo que podrían haber hecho para
mejorar las condiciones de trabajo en los países subdesarrollados.
Han entrado allí para acaparar oportunidades de beneficio a toda
prisa. Sólo gradualmente han aceptado las lecciones aprendidas
demasiado lentamente en sus países de origen. Conceder mejores
condiciones laborales puede fomentar la productividad y reducir los
costes generales —o al menos no aumentarlos excesivamente—.
Otro campo
donde las empresas extranjeras han abrumado a las nacionales es la
banca. Los grandes bancos norteamericanos pueden brindar a los
depositantes más seguridad que los pequeños bancos locales (salvo
que el Estado organice un seguro para los depósitos). El Gobierno de
EE UU ha insistido en la apertura de los mercados financieros en los
países en desarrollo. Las ventajas son claras: una mayor competencia
puede dar lugar a mejores servicios. La fuerza de los bancos
extranjeros puede propiciar la estabilidad financiera. Pero la
amenaza que la banca extranjera representa para la local es real.
Hubo un amplio debate en EE UU sobre el mismo tema. La banca nacional
fue objeto de resistencias (hasta que la Administración de Clinton,
bajo la influencia de Wall Street, revirtió la posición tradicional
del Partido Demócrata), por miedo a que los fondos fluyeran hacia
los grandes centros monetarios, como Nueva York, dejando a las zonas
distantes sin los fondos que necesitaban. Argentina demuestra los
riesgos que conlleva la banca extranjera. En ese país, antes del
colapso de 2001, la banca nacional había llegado a ser dominada por
bancos extranjeros, y aunque éstos proveen fácilmente de fondos a
las multinacionales, y también a las grandes empresas del país, las
pequeñas y medianas se quedaron sin capital. Los criterios —y las
bases de información— de los bancos internacionales estriban en
prestar a sus clientes tradicionales. Puede que al final se expandan
hacia otros nichos, o que surjan nuevas entidades financieras para
cubrir esa brecha. Y la falta de crecimiento —al que contribuyó la
falta de financiación— fue clave en el colapso del país. En
Argentina este problema era ampliamente reconocido; el Gobierno
adoptó unas medidas tímidas para llenar la brecha del crédito.
Pero la financiación pública no podía compensar el fallo del
mercado.
La
experiencia argentina ilustra algunas lecciones fundamentales. El FMI
y el Banco Mundial han subrayado la importancia de la estabilidad
bancaria. Es fácil crear bancos sólidos, bancos que no pierden
dinero debido a malos préstamos: simplemente hay que exigirles que
inviertan en Letras del Tesoro norteamericano. El desafío no es
crear bancos solventes sino crear bancos solventes que provean
crédito para crecer. Argentina ha demostrado que no hacerlo puede de
por sí dar lugar a macroinestabilidad. Debido a la falta de
crecimiento ha acumulado crecientes déficits fiscales, y como el FMI
ha forzado recortes en el gasto y subidas en los impuestos, se puso
en marcha un círculo vicioso descendente de recesión económica y
agitación social.
Bolivia es
otro ejemplo de cómo los bancos extranjeros contribuyeron a la
inestabilidad macroeconómica. En 2001 un banco extranjero muy
importante en la economía boliviana decidió, dados los mayores
riesgos globales, contener sus préstamos. El cambio súbito en la
oferta de crédito empujó a la economía hacia la recesión aún más
de lo que ya estaban logrando la caída en los precios de los
productos primarios y la desaceleración económica global.
La intrusión
de los bancos extranjeros plantea más inquietudes. Los bancos
nacionales son más sensibles a lo que suele denominarse window
guidance —formas sutiles de influencia del banco central, por
ejemplo, expandir el crédito cuando la economía necesita un
estímulo, y contraerlo cuando aparecen signos de recalentamiento—.
Es mucho menos probable que los bancos extranjeros respondan a tales
señales. Análogamente, es más probable que los bancos nacionales
reaccionen ante la presión para abordar deficiencias básicas en el
sistema crediticio —grupos desatendidos inmerecidamente, como las
minorías y las regiones menos favorecidas—. En EE UU, con uno de
los mercados de crédito más desarrollados, dichas deficiencias
fueron consideradas tan relevantes que llevaron a la aprobación en
1977 de la Ley de Reinversión Comunitaria, CRA, que impuso
exigencias a los bancos para que prestaran a esos grupos y regiones.
La CRA ha sido una vía importante, aunque controvertida, para
alcanzar cruciales metas sociales.
El
financiero no es el único campo en el que la inversión extranjera
directa ha sido una ambigua bendición. En algunos casos, los nuevos
inversores persuadieron (muchas veces con sobornos) a los Gobiernos
para que les concedieran privilegios especiales, como protección
arancelaria. En muchos casos los Gobiernos norteamericano, francés o
de otros países industrializados avanzados presionaron, reforzando
la noción de los países en desarrollo de que era perfectamente
correcto que las autoridades intervinieran en el sector privado y
presumiblemente cobraran de él. En algunos casos, el papel del
Estado parecía relativamente inocuo (aunque no necesariamente
incorruptible). Cuando el Secretario de Comercio de EE UU, Ron Brown,
viajaba al exterior, lo acompañaban empresarios estadounidenses que
buscaban contactar con esos mercados emergentes y entrar en ellos.
Presumiblemente, las posibilidades de conseguir un asiento en el
avión aumentaban si uno realizaba contribuciones significativas a la
campaña.
En otros
casos, se pedía que un Gobierno contrapesase la influencia de otro.
En Costa de Marfil, mientras Francia apoyaba las intenciones de
Telecom de excluir la competencia de una empresa de telefonía
celular independiente (norteamericana), EE UU presionó a favor de la
firma americana. Pero en muchos casos, los Gobiernos fueron más allá
de lo que era razonable. En Argentina, los franceses presionaron para
modificar las condiciones de la concesión de una empresa de aguas
(Aguas Argentinas), después de que la sociedad matriz gala (Suez
Lyonnaise) que había firmado los acuerdos comprobó que eran menos
rentables de lo que había pensado.
Quizá lo
más preocupante fue el papel de los Gobiernos, incluido el
estadounidense, al forzar a las naciones a cumplir compromisos que
eran sumamente injustos para los países en desarrollo y demasiadas
veces llevaban la firma de autoridades corruptas. En Indonesia, en la
reunión de los líderes de la APEC (Cooperación Económica
Asia-Pacífico) en Yakarta en 1994, el presidente Clinton animó a
las empresas norteamericanas a invertir en Indonesia. Muchas lo
hicieron, y a menudo en condiciones sumamente favorables (con
indicios de que la corrupción «engrasó las ruedas», en perjuicio
del pueblo indonesio). Análogamente, el Banco Mundial estimuló
acuerdos con el sector privado allí y en otros países, como
Pakistán. Estos contratos incluían cláusulas por las que el Estado
se comprometía a comprar grandes cantidades de electricidad a
precios muy altos (las llamadas cláusulas de acuerdo firme de
compra). El sector privado se llevaba los beneficios y el Estado
asumía el riesgo. Ya de por sí eran una cosa mala. Pero cuando los
Gobiernos corruptos fueron derrocados (Mohamed Suharto en Indonesia
en 1998, Nawaz Sharif en Pakistán en 1999), la Administración
estadounidense presionó a los Gobiernos ulteriores para que
cumplieran los contratos y no suspendieran los pagos, o al menos que
renegociaran los términos de los contratos. Hay una larga historia
de contratos «injustos» cuyo cumplimiento fue forzado por las
autoridades occidentales2.
La lista de
las legítimas reclamaciones contra la inversión extranjera directa
tiene más aspectos. Dicha inversión a menudo sólo florece merced a
privilegios especiales arrancados a los Estados. La economía
convencional se centra en las distorsiones de incentivos a que dichos
privilegios dan lugar, pero hay una faceta aún más insidiosa: esos
privilegios con frecuencia son el resultado de la corrupción, del
soborno a funcionarios del Gobierno. La inversión extranjera directa
sólo llega al precio de socavar los procesos democráticos. Esto es
particularmente cierto en las inversiones en minería, petróleo y
otros recursos naturales, donde los extranjeros tienen un incentivo
real para obtener concesiones a precios bajos.
Además,
dichas inversiones padecen otros efectos adversos —y a menudo no
promueven el crecimiento—. La renta generada por las concesiones en
la minería puede ser cuantiosa, pero el desarrollo es una
transformación de la sociedad. Una inversión en una mina —digamos,
en una región remota de algún país— apenas colabora en la
transformación del desarrollo, más allá de los recursos que
genera. Puede contribuir a crear una economía dual —una economía
con bolsas de riqueza—. Pero una economía dual no es una economía
desarrollada. De hecho, el flujo de recursos puede a veces bloquear
el desarrollo, a través de un mecanismo denominado «la enfermedad
holandesa». La entrada de capital lleva a una apreciación de la
moneda, que abarata las importaciones y encarece las exportaciones.
El nombre proviene de la experiencia de Holanda tras el
descubrimiento de gas en el Mar del Norte. Las ventas de gas natural
apreciaron la divisa holandesa y perjudicaron gravemente a las demás
industrias exportadoras del país. Para Holanda el problema fue serio
pero soluble; sin embargo, para los países en desarrollo puede ser
especialmente arduo.
Peor aún,
la disponibilidad de recursos puede alterar los incentivos; como
vimos en el capítulo 2, más que asignar energía a crear riqueza,
en muchos países bien dotados con recursos los esfuerzos se orientan
a la apropiación de ingresos que los economistas llaman «rentas»
vinculadas a los recursos naturales.
Las
instituciones financieras internacionales tendieron a desdeñar los
problemas que acabo de bosquejar. En cambio, la prescripción del FMI
para crear empleo —cuando se ocupaba de este asunto— era
sencilla: eliminar la intervención pública (en la forma de
regulaciones opresivas), reducir impuestos, contener la inflación
todo lo posible e invitar a entrar a empresarios extranjeros. En
cierto sentido, incluso aquí la política reflejaba la mentalidad
colonial descrita en el capítulo anterior: por descontado, los
países en desarrollo debían depender de los extranjeros para
conseguir empresarios. No importaba el éxito espectacular de Corea y
Japón, en los que la inversión foránea no cumplió ningún papel.
En muchos casos, como en Singapur, China y Malaisia, que frenaron los
abusos de la inversión extranjera, esta inversión directa desempeñó
un papel fundamental, pero no tanto por el capital (que en realidad,
dada la elevada tasa de ahorro, no era necesario), y ni siquiera por
la capacidad empresarial, sino por el acceso a mercados y nuevas
tecnologías.
SECUENCIAS Y
RITMOS
De todos los
desatinos del FMI, los que han sido objeto de más atención han sido
los relativos a las secuencias y los ritmos, y su falta de
sensibilidad ante los grandes contextos sociales —el forzar la
liberalización antes de instalar redes de seguridad, antes de que
hubiera un marco regulador adecuado, antes de que los países
pudieran resistir las consecuencias adversas de los cambios súbitos
en las impresiones del mercado que son parte esencial del capitalismo
moderno; el forzar políticas que destruían empleos antes de sentar
las bases para la creación de puestos de trabajo; el forzar la
privatización antes de la existencia de marcos adecuados de
competencia y regulación—. Muchos de los errores en las secuencias
reflejaron confusiones básicas tanto de los procesos económicos
como políticos, confusiones particularmente asociadas con los
seguidores del fundamentalismo del mercado. El FMI sostenía, por
ejemplo, que una vez establecidos los derechos de propiedad, todo lo
demás se seguiría de modo natural —incluyendo las instituciones
civiles y las estructuras legales que hacen funcionar a las economías
de mercado—.
Tras la
ideología del libre mercado hay un modelo, que suele ser atribuido a
Adam Smith, según el cual las fuerzas del mercado —la motivación
del beneficio— dirigen la economía hacia resultados eficientes
como si la llevara una mano invisible. Uno de los grandes logros de
la economía moderna es haber mostrado el sentido en que y las
condiciones bajo las cuales la conclusión de Smith es correcta.
Tales condiciones son sumamente restrictivas3. De hecho, los avances
más recientes de la teoría económica —realizados irónicamente
justo durante el periodo de seguimiento más inexorable de las
políticas del Consenso de Washington— han probado que cuando la
información es imperfecta y los mercados incompletos (es decir:
siempre, y especialmente en los países en desarrollo), entonces la
mano invisible funciona de modo muy deficiente. Lo significativo es
que hay intervenciones estatales deseables que, en principio, pueden
mejorar la eficiencia del mercado. Tales restricciones en las
condiciones bajo las cuales los mercados operan eficientemente son
importantes —muchas de las actividades fundamentales del Estado
pueden ser entendidas como respuestas a los fallos del mercado que de
ellas resultan—. Hoy sabemos que si la información fuera perfecta
los mercados financieros casi no tendrían un papel que cumplir —y
muy pequeño sería el de la regulación del mercado financiero—.
Si la competencia fuera automáticamente perfecta, no habría lugar
para las autoridades antimonopolio.
Pero las
políticas del Consenso de Washington se fundaban en un modelo
simplista de la economía de mercado, el modelo de equilibrio
competitivo, en el cual la mano invisible de Adam Smith opera y lo
hace a la perfección. Como en este modelo el Estado no es necesario
—o sea, los mercados «liberales», sin trabas, funcionan
perfectamente— las políticas del Consenso de Washington son a
veces denominadas «neoliberales» o «fundamentalismo del mercado»,
resurrección de las políticas de laissez faire que fueron populares
en algunos círculos en el siglo XIX. Tras la Gran Depresión y el
reconocimiento de otros fallos en el sistema de mercado, desde la
desigualdad masiva hasta ciudades invivibles sumidas en la
contaminación y la decadencia, esas políticas de libre mercado han
sido ampliamente rechazadas en los países industrializados más
avanzados, aunque sigue vivo el debate sobre cuál es el equilibrio
apropiado entre el Estado y el mercado.
Incluso si
la mano invisible de Smith fuese relevante para los países más
industrializados, sus condiciones no son satisfechas en los países
subdesarrollados. El sistema de mercado requiere derechos de
propiedad claramente establecidos y tribunales que los garanticen,
algo que a menudo no existe en los países en desarrollo. El sistema
de mercado requiere competencia e información perfecta. Pero la
competencia es limitada y la información está lejos de ser perfecta
—y unos mercados competitivos que funcionen bien no pueden ser
establecidos de la noche a la mañana—. La teoría dice que una
economía de mercado eficiente requiere que todos sus supuestos se
cumplan. En algunos casos, las reformas en un sector, sin reformar
otros, pueden de hecho empeorar las cosas. Éste es el problema de la
secuencia. La ideología desprecia estos asuntos: aconseja
simplemente moverse hacia una economía de mercado lo más rápido
que se pueda. Pero la teoría y la historia económicas demuestran lo
desastroso que puede ser desdeñar la secuencia.
Los errores
descritos en la liberalización comercial y del mercado de capitales,
y en la privatización, son errores de secuencia a gran escala. Los
errores en pequeña escala apenas son noticia en los periódicos
occidentales. Constituyen tragedias cotidianas de las políticas del
FMI que afectan a los ya desesperados pobres del mundo
subdesarrollado. Por ejemplo, muchos países tienen juntas de
comercialización que compran productos a los agricultores y los
comercializan local e internacionalmente. Son a menudo fuente de
ineficiencia y corrupción, y los agricultores perciben sólo una
fracción del precio final. Aunque tiene poco sentido que el Estado
acometa esta actividad, si la abandona precipitadamente ello no
significa que de modo automático surja un sector privado
vibrantemente competitivo.
Varios
países de África Occidental suprimieron las juntas de
comercialización por presión del FMI y el Banco Mundial. En algunos
casos eso pareció funcionar bien, pero en otros, cuando fue
eliminada la junta de comercialización, se impuso un sistema de
monopolios locales. El capital limitado restringía la entrada en
este mercado. Pocos agricultores podían permitirse comprar un camión
para llevar su producción al mercado. Dada la falta de bancos,
tampoco podían endeudarse para conseguir los fondos necesarios. En
algunos casos, la gente se las ingenió para conseguir camiones y
transportar sus bienes, y el mercado al principio funcionó bien;
pero después este lucrativo negocio se convirtió en origen de la
mafia local. En cualquier circunstancia, los beneficios netos
prometidos por el FMI y el BM no se concretaron. La recaudación
fiscal disminuyó, los campesinos no mejoraron y sólo un puñado de
empresarios locales (mafiosos y políticos) prosperaron notablemente.
Muchas
juntas de comercialización también practican una política de
precio uniforme —pagan el mismo precio a los campesinos
independientemente del lugar donde estén—. Aunque parece «justo»,
los economistas ponen objeciones a esta política porque
efectivamente requiere que los agricultores cercanos a los mercados
subsidien a los que están más lejos. En una competencia de mercado,
los agricultores lejanos al lugar donde se venden los bienes cobran
precios menores: soportan el coste de transporte de sus bienes hasta
el mercado. El FMI forzó a un país africano a abandonar el precio
uniforme antes de que contara con una adecuada red de carreteras. El
precio cobrado en los lugares más aislados se derrumbó súbitamente,
porque tenían que sufragar los costes del transporte. Como
consecuencia, la renta en algunas de las regiones más pobres del
país se hundió y las penalidades se extendieron. El sistema de
precios del FMI pudo haber acarreado algunas ventajas en términos de
más eficiencia, pero hay que comparar esas ventajas con los costes
sociales. Una secuencia y unos ritmos apropiados habrían permitido
cosechar ganancias de eficiencia sin tales costes.
Hay una
crítica más fundamental al enfoque del consenso entre el FMI y
Washington: no reconoce que el desarrollo requiere una transformación
de la sociedad. Uganda comprendió esto cuando eliminó radicalmente
el pago de todas las matrículas escolares, algo que los contables
presupuestarios, que sólo se fijan en ingresos y costes, simplemente
no podían entender. Parte de la liturgia de la economía del
desarrollo actual es el énfasis en la educación primaria universal,
incluidas las niñas. Incontables estudios han probado que los países
que, como los del Este asiático, invierten en educación primaria,
niñas incluidas, han mejorado. Pero en algunos países muy pobres,
como los africanos, ha sido arduo conseguir una alta tasa de
matriculación, sobre todo para las niñas. La razón es sencilla:
las familias pobres apenas tienen lo suficiente como para sobrevivir,
no ven que haya un beneficio directo en la educación de las hijas, y
el sistema educativo ha sido orientado a fomentar las oportunidades
mediante empleos en el sector urbano, considerados más adecuados
para los hombres. La mayoría de los países, ante acuciantes
restricciones presupuestarias, siguieron el Consenso de Washington y
cobraron por las matrículas. Su razonamiento era que los estudios
estadísticos indicaban que unos pagos moderados tenían un impacto
reducido sobre la matriculación. Pero el presidente de Uganda,
Museveni, no pensaba así. Sabía que tenía que crear una cultura en
donde la expectativa fuera que todo el mundo asistiera a la escuela.
Y sabía que no podría lograrlo si las matrículas se cobraban. De
modo que hizo caso omiso del consejo de los expertos foráneos y
sencillamente abolió los pagos. La matriculación subió muchísimo.
Las familias vieron que las demás enviaban a todos los niños al
colegio, y decidieron también ellas mandar a las niñas. Lo que los
estudios estadísticos simplistas pasan por alto es el poder del
cambio sistémico.
Si las
estrategias del FMI se hubiesen limitado a fracasar a la hora de
alcanzar todo el potencial del desarrollo, eso ya hubiese sido malo.
Pero en muchos lugares los fracasos retrasaron la agenda del
desarrollo al corroer innecesariamente el tejido social. Es
inevitable que el proceso de desarrollo y los cambios rápidos
representen enormes esfuerzos para la sociedad. Las autoridades
tradicionales son desafiadas y las relaciones tradicionales
revisadas. Por eso el desarrollo exitoso atiende con cuidado a la
estabilidad social, una gran lección no sólo del caso de Botsuana,
mencionado en el capítulo anterior, sino también del de Indonesia,
que veremos en el próximo, donde el FMI insistió en abolir los
subsidios a los alimentos y el queroseno (combustible empleado en la
cocina de los pobres), cuando las políticas del FMI habían
exacerbado la recesión del país, las rentas y salarios caían y el
paro subía. Los disturbios subsiguientes dañaron el tejido social
del país, agudizando la depresión. La abolición de los subsidios
no sólo fue una mala política social: fue una mala política
económica.
No se trató
de los primeros desórdenes inspirados por el FMI y, de haber sido
sus consejos seguidos con más generalidad, sin duda habría habido
más. En 1995 estaba yo en Jordania en una reunión con el príncipe
heredero y altos funcionarios del Gobierno, cuando el FMI recomendó
recortar los subsidios a los alimentos para mejorar el presupuesto
del Estado. Casi lo logran, pero el Rey Hussein intervino y lo
impidió. Disfrutaba con su puesto, estaba haciendo un excelente
trabajo y aspiraba a mantenerlo. En el muy volátil Oriente Próximo,
unos disturbios por razones alimentarias bien podrían haber
derribado al Gobierno y con él la frágil paz en la región.
Comparados con la eventual magra mejoría presupuestaria, tales
acontecimientos habrían sido mucho más perjudiciales para el
objetivo de la prosperidad. La estrecha visión económica del FMI le
imposibilitaba situar el problema en un contexto más amplio.
Los
desórdenes son en realidad como la punta del iceberg: llaman la
atención de todos hacia el hecho simple de que los marcos sociales y
políticos no pueden ser pasados por alto. Pero había otros
problemas. En los años ochenta América Latina necesitaba un mejor
equilibrio en sus presupuestos y un mayor control de la inflación;
la excesiva austeridad provocó un paro elevado, sin redes de
seguridad adecuadas, lo que a su vez alimentó altos niveles de
violencia urbana, un entorno que difícilmente fomenta la inversión.
Los conflictos civiles en África han sido un factor relevante en el
retraso de su agenda de desarrollo. Los estudios del Banco Mundial
prueban que tales refriegas están sistemáticamente asociadas a
factores económicos adversos, incluyendo el paro que puede ser
producido por la austeridad excesiva. Puede que una inflación
moderada no sea el ideal para crear un ámbito propicio para la
inversión, pero la violencia y las contiendas civiles son peores.
Hoy
reconocemos que existe un «contrato social» que vincula a los
ciudadanos entre sí y con su Estado. Cuando las políticas
gubernamentales abrogan el contrato social, los ciudadanos pueden no
cumplir sus «contratos» recíprocos, o con el Gobierno. El
mantenimiento del contrato social es particularmente importante, y
difícil, ante los levantamientos sociales que a menudo acompañan la
transformación del desarrollo. En los celosos cálculos de la
macroeconomía del FMI con frecuencia no hay sitio para tales
inquietudes.
ECONOMÍA DE
LA FILTRACIÓN
Una parte
del contrato social contempla la «equidad»: que los pobres
compartan las ganancias de la sociedad cuando crece y que los ricos
compartan las penurias sociales en momentos de crisis. Las políticas
del Consenso de Washington casi no prestaron atención a cuestiones
de distribución o «equidad». Si eran presionados, muchos de sus
partidarios replicarían que la mejor manera de ayudar a los pobres
era conseguir que la economía creciera. Creían en la economía de
la filtración que afirma que finalmente los beneficios del
crecimiento se filtran y llegan incluso a los pobres. La economía de
la filtración nunca fue mucho más que una creencia, un artículo de
fe. Durante el siglo XIX el pauperismo pareció extenderse en
Inglaterra, a pesar de que el país en su conjunto prosperó. El
ejemplo reciente más dramático lo brindó EE UU en los años
ochenta: la economía creció, pero quienes estaban más abajo vieron
cómo sus rentas reales descendían. La Administración de Clinton se
opuso enérgicamente a la economía de la filtración: creían que
eran imprescindibles los programas activos de ayuda a los pobres.
Cuando dejé la Casa Blanca para ir al Banco Mundial, llevé conmigo
el mismo escepticismo con respecto a la economía de la filtración:
si no había funcionado en EE UU, ¿por qué iba a hacerlo en los
países en desarrollo? Aunque es verdad que no se pueden lograr
reducciones sostenidas de la pobreza sin un fuerte crecimiento
económico, lo contrario no es cierto: el crecimiento no beneficia
necesariamente a todos. No es verdad que «la marea alta levanta
todos los barcos». A veces, una marea que sube velozmente, en
especial cuando la acompaña una tormenta, arroja contra la orilla
los barcos más débiles y los hace añicos.
A pesar de
los obvios problemas que padece la economía de la filtración,
ostenta un buen linaje intelectual. Un premio Nobel, Arthur Lewis,
aseveró que la desigualdad era buena para el desarrollo y el
crecimiento económico, porque los ricos ahorran más que los pobres,
y la clave del crecimiento era la acumulación de capital. Otro
premio Nobel, Simon Kuznets, sostuvo que en los estadios iniciales
del desarrollo la desigualdad crecía, pero que esta tendencia se
revertía después4.
La historia
de los últimos cincuenta años no ha confirmado esas teorías e
hipótesis. Como veremos en el capítulo siguiente, los países del
Este asiático —Corea del Sur, China, Taiwan, Japón— probaron
que unos ahorros elevados no exigían una abultada desigualdad y que
un crecimiento rápido podía ser alcanzado sin un incremento
sustancial en la desigualdad. Como los Gobiernos no creyeron que el
crecimiento beneficiaría automáticamente a los pobres, y sí que
una mayor igualdad promovería de hecho el crecimiento, los Gobiernos
de la región adoptaron medidas activas para asegurar que la marea
alta del crecimiento reflotara a todos los barcos, que se redujeran
las desigualdades salariales y que se extendieran algunas
oportunidades educativas a todos los ciudadanos. Sus políticas
llevaron a la estabilidad social y política, que a su vez favoreció
un entorno económico donde florecieron los negocios. El recurso a
nuevas reservas de talento aportó la energía y las capacidades
humanas que contribuyeron al dinamismo de la región.
En otros
lugares, donde los Gobiernos adoptaron las políticas del Consenso de
Washington, los pobres se beneficiaron mucho menos del crecimiento.
En América Latina el crecimiento no vino acompañado de una
reducción de la desigualdad y ni siquiera de la pobreza. En algunos
casos la pobreza de hecho aumentó, como lo prueban los barrios
pobres que jaspean el paisaje urbano. El FMI se vanagloria del
progreso latinoamericano en términos de reformas de mercado durante
la pasada década (ahora no tanto, tras el colapso del mejor alumno,
la Argentina, y la recesión y el estancamiento que afligieron a
muchos de los países «reformistas» durante el último lustro) pero
habla poco sobre el número de los pobres.
Es claro que
el crecimiento por sí solo no siempre mejora el nivel de vida de la
población de un país. No es sorprendente que la frase «filtración»
haya salido del debate político aunque, con una ligera mutación, la
idea pervive; llamo a esta nueva variante la «filtración plus».
Sostiene que el crecimiento es necesario y casi suficiente para
reducir la pobreza —lo que implica que la mejor estrategia es
simplemente concentrarse en el crecimiento y abstenerse de mencionar
asuntos como la educación y salud de las mujeres—. Pero los
partidarios de la «filtración plus» fracasaron a la hora de
aplicar políticas que efectivamente abordaran el problema general de
la pobreza y ni siquiera asuntos específicos como la educación
femenina. En la práctica, los defensores de la «filtración plus»
siguieron más o menos con las mismas políticas que antes, y con los
mismos efectos adversos. Las abiertamente restrictivas «políticas
de ajuste» forzaron en un país tras otro retrocesos en educación y
salud: en Tailandia, como consecuencia, no sólo aumentó la
prostitución sino que los gastos en el sida fueron recortados
marcadamente, y lo que había sido uno de los programas de lucha
contra el sida más exitosos del mundo padeció un serio revés.
Irónicamente,
uno de los grandes partidarios de la «filtración plus» fue el
Tesoro de los EE UU bajo la Administración de Clinton. En la
política local, esa Administración contuvo un amplio abanico de
posiciones, desde los Nuevos Demócratas, que aspiraban a un papel
más limitado del Estado, hasta los Viejos Demócratas, que buscaban
más intervención pública. Pero la visión central, reflejada en el
Informe Económico anual para el Presidente (preparado por el Consejo
de Asesores Económicos), se oponía vigorosamente a la economía de
la filtración, y también de la filtración plus. Teníamos pues al
Tesoro norteamericano recomendando en otros países políticas que,
si las hubiese propiciado en EE UU, habrían merecido serias
resistencias desde la propia Administración, y se habrían desechado
con casi total seguridad. La razón de esta aparente contradicción
era sencilla: el FMI y el Banco Mundial caían dentro del campo del
Tesoro, y allí podían, con pocas excepciones, propugnar sus puntos
de vista igual que los restantes Departamentos lo hacían en sus
respectivos dominios.
PRIORIDADES
Y ESTRATEGIAS
Es
importante prestar atención no sólo a lo que el FMI incluye en su
agenda sino también a lo que excluye. La fiscalidad, y sus efectos
dañinos, está en la agenda; la reforma agraria, no. Hay dinero para
rescatar bancos pero no para mejorar la educación y la salud, y
menos aún para rescatar a los trabajadores que pierden sus empleos
como resultado de la mala gestión macroeconómica del FMI.
Muchos de
los capítulos que no figuraban en el Consenso de Washington habrían
podido dar lugar tanto a un mayor crecimiento como a una mayor
igualdad. La propia reforma agraria ilustra las opciones en liza en
bastantes países. En numerosas naciones subdesarrolladas un puñado
de ricos posee el grueso de la tierra. Una amplia mayoría de la
población trabaja como agricultores arrendatarios y se queda con
apenas la mitad de lo produce o menos. A esto se denomina aparcería.
El sistema de aparcería debilita los incentivos —cuando los
campesinos pobres comparten equitativamente con los terratenientes,
los efectos de esto equivalen a un impuesto del 50 por ciento sobre
los pobres—. El FMI batalla contra los elevados tipos impositivos
sobre los ricos y señala que destruyen los incentivos, pero no dice
prácticamente nada sobre estos impuestos ocultos. La reforma
agraria, adecuadamente implantada, que asegure que los trabajadores
no sólo tengan tierra sino también acceso al crédito y a los
servicios de extensión que les enseñen cómo utilizar nuevas
semillas y técnicas de plantación, podría impulsar notablemente la
producción. Pero la reforma agraria comporta un cambio fundamental
en la estructura de la sociedad, no necesariamente del agrado de la
elite que puebla los ministerios de Hacienda, con la cual interactúan
las instituciones financieras internacionales. Si dichas entidades
estuvieran realmente preocupadas por el crecimiento y el alivio de la
pobreza, prestarían mucha atención a este asunto; la reforma
agraria precedió varios de los casos de desarrollo con éxito, como
los de Corea y Taiwan.
Otro rubro
descuidado fue la regulación del sector financiero. Cuando se centró
en la crisis latinoamericana a comienzos de los ochenta, el FMI
aseveraba que las crisis eran ocasionadas por las políticas fiscales
imprudentes y por las políticas monetarias demasiado laxas. Pero en
todo el mundo las crisis han revelado una tercera fuente de
inestabilidad: una inadecuada regulación del sector financiero. Sin
embargo, el FMI insistió en reducir las regulaciones, hasta que la
crisis del Este asiático lo obligó a cambiar de rumbo. Si el FMI y
el Consenso de Washington pusieron poco énfasis en la reforma
agraria y la regulación del sector financiero, en muchos lugares el
énfasis en la inflación fue exagerado. Por supuesto, en regiones
como América Latina, donde la inflación había sido rampante, se
trataba de algo que merecía atención. Pero al centrarse el FMI
excesivamente en la inflación llevó a altas tasas de interés y
tipos de cambio, creando paro y no crecimiento. Los mercados
financieros pudieron estar satisfechos con las reducidas cifras de
inflación, pero los trabajadores —y los preocupados por el
problema de la pobreza— no estaban contentos con el crecimiento
débil y el paro elevado.
Por fortuna,
la reducción de la pobreza se ha transformado en una prioridad
creciente del desarrollo. Vimos antes que las estrategias de la
«filtración» y de la «filtración plus» no han funcionado. A
pesar de ello, es verdad que en promedio los países que más han
crecido son los que más han reducido la pobreza, como China y el
Este asiático demuestran ampliamente. También es verdad que la
erradicación de la pobreza exige recursos, y sólo cabe obtener
recursos mediante el crecimiento. Por tanto, la existencia de una
correlación entre crecimiento y disminución de la pobreza no
debería sorprender. Ahora bien, esta correlación no prueba que las
estrategias de la filtración (o la filtración plus) constituyen la
mejor vía para atacar la pobreza. Al contrario, las estadísticas
indican que algunos países han crecido sin recortar la pobreza y que
algunos países, para una misma tasa de crecimiento, han tenido a la
hora de mitigar la pobreza mucho más éxito que otros. La cuestión
no es estar a favor o en contra del crecimiento. En algunos sentidos
el debate crecimiento/pobreza pareció absurdo; después de todo,
casi todos confían en el crecimiento.
La cuestión
tiene que ver con el impacto de políticas concretas. Algunas
políticas promueven el crecimiento pero apenas ejercen efectos sobre
la pobreza; algunas fomentan el crecimiento pero de hecho aumentan la
pobreza; y algunas producen el crecimiento y reducen la pobreza al
mismo tiempo. Estas últimas son denominadas estrategias de
crecimiento pro pobres. A veces son políticas de ganancia para
todos, como la reforma agraria o el mejor acceso a la educación de
los pobres, que proponen más crecimiento y más igualdad. Pero en
muchas otras ocasiones tienen aspectos negativos. La liberalización
comercial puede a veces fomentar el crecimiento, pero al mismo
tiempo, al menos a corto plazo, extenderá la pobreza —especialmente
si se hace a gran velocidad— a medida que algunos trabajadores sean
despedidos. Y a veces hay políticas de pérdida para todos, que no
propician el crecimiento pero expanden significativamente la
desigualdad. Un ejemplo de esto en muchos países ha sido la
liberalización de los mercados de capitales. El debate
crecimiento/pobreza versa sobre estrategias de desarrollo,
estrategias que buscan políticas que contengan la pobreza y animen
el crecimiento, y que descartan políticas que eleven la pobreza a
cambio de un crecimiento modesto o nulo, y que, al ponderar
situaciones con costes y beneficios, concedan un peso importante al
impacto sobre los pobres.
Comprender
las opciones requiere comprender las causas y la naturaleza de la
pobreza. No es que los pobres sean perezosos: a menudo trabajan más
esforzadamente y durante más tiempo que los más pudientes. Muchos
son presa de una serie de círculos viciosos: la falta de comida
produce enfermedad, lo que limita su capacidad de generar ingresos,
lo que empeora aún más su salud. Como bastante hacen con
sobrevivir, no pueden enviar a sus hijos al colegio, y sin educación
los niños están condenados a una pobreza de por vida. La pobreza es
un legado que pasa de una generación a la siguiente. Los campesinos
pobres no pueden pagar los fertilizantes y las semillas de alto
rendimiento que podrían incrementar su productividad.
Éste es
sólo uno de los muchos círculos viciosos que acosan a los pobres.
Partha Dasgupta, de la Universidad de Cambridge, ha subrayado otro.
En los países pobres, como Nepal, los pobres no tienen más fuente
de energía que los bosques cercanos; pero a medida que agotan los
bosques para satisfacer las necesidades elementales de calefacción y
cocina, el suelo se erosiona y con un medio ambiente que se degrada
están condenados a vivir en una creciente pobreza.
Con la
pobreza llega la sensación de impotencia. Para elaborar su Informe
Mundial del Desarrollo 2000, el Banco Mundial entrevistó a miles de
pobres en un ejercicio que fue llamado «Las voces de los pobres».
Aparecen varios temas, no sorprendentes. Los pobres sienten que no
tienen voz y que no controlan su propio destino; son golpeados por
fuerzas que no pueden contener.
Y los pobres
se sienten inseguros. No sólo son sus rentas inciertas —los
cambios en las circunstancias económicas, que no manejan, pueden
llevar a que caigan los salarios reales y que pierdan sus empleos,
algo dramáticamente ilustrado por la crisis del Este asiático—
sino que afrontan riesgos en su salud y continuas amenazas de
violencia, a veces de otros pobres que tratan contra viento y marea
de satisfacer las necesidades de sus familias, a veces de la policía
y otras autoridades. Mientras que algunos en los países
desarrollados se impacientan con las deficiencias de los seguros
sanitarios, en los países subdesarrollados se vive sin seguro alguno
—ni de paro ni de salud ni de pensión—. La única red de
seguridad viene proporcionada por la familia y la comunidad, y por
eso es tan importante en el proceso de desarrollo procurar preservar
estos vínculos.
Para aliviar
la inseguridad —debida al capricho de un patrón explotador o al de
un mercado cada vez más azotado por las tormentas internacionales—
los trabajadores han batallado para conseguir más seguridad en el
empleo. Pero aunque los trabajadores han luchado por «empleos
decentes», el FMI lo ha hecho por lo que eufemísticamente denomina
«flexibilidad del mercado laboral», que suena como poco más que
hacer funcionar mejor al mercado de trabajo, pero en la práctica ha
sido simplemente una expresión en clave que significa salarios más
bajos y menor protección laboral.
No todas las
facetas dañinas para los pobres de las políticas del Consenso de
Washington eran previsibles, pero ahora ya aparecen claramente. Hemos
visto cómo la liberalización comercial acompañada de altos tipos
de interés es una receta prácticamente infalible para la
destrucción de empleo y la creación de paro a expensas de los
pobres. La liberalización del mercado financiero no acompañada de
un marco regulatorio adecuado es una receta prácticamente infalible
para la inestabilidad económica, y puede llevar a que los tipos de
interés más elevados vuelvan más difícil que los campesinos
pobres puedan comprar las semillas y los fertilizantes que les
permitan salir del nivel de subsistencia. La privatización, sin
políticas de competencia y vigilancia que impidan los abusos de los
poderes monopólicos, puede terminar en que los precios al consumo
sean más altos y no más bajos. La austeridad fiscal, perseguida
ciegamente, en las circunstancias equivocadas, puede producir más
paro y la ruptura del contrato social.
Si el FMI
subestimó los riesgos que sus estrategias de desarrollo conllevaban
para los pobres, también subestimó los costes sociales y políticos
a largo plazo de medidas que devastaron las clases medias y sólo
enriquecieron a un puñado de opulentos, y sobrestimó los beneficios
de sus políticas fundamentalistas del mercado. Las clases medias han
sido tradicionalmente el grupo que ha insistido en el imperio de la
ley, que ha propugnado la educación pública universal y que ha
recomendado la creación de una red social de seguridad. Se trata de
elementos esenciales de una economía sana, y la erosión de la clase
media ha traído aparejada una erosión concomitante del respaldo a
tan importantes reformas.
Además de
subestimar los costes de sus programas, el FMI sobrestimó las
ventajas. Veamos el problema del paro. Para el FMI y los otros que
creen que cuando los mercados funcionan normalmente la demanda
siempre debe igualar a la oferta, el paro es un síntoma de una
interferencia en el libre juego del mercado. Los salarios son
demasiado elevados (por ejemplo, por el poder de los sindicatos). El
remedio obvio ante el paro era reducir los salarios; dicha reducción
expandiría la demanda de trabajo y más gente llenaría las
plantillas laborales. La teoría económica moderna (en particular
las teorías basadas en la información asimétrica y los contratos
incompletos) ha explicado que incluso con mercados muy competitivos,
incluidos los laborales, el paro puede persistir —y así el
argumento según el cual el paro debe de originarse en los sindicatos
o en los salarios mínimos legales es sencillamente falso—, pero
existe además otra crítica a la estrategia de reducir los salarios.
Los menores salarios pueden inducir a algunas empresas a contratar
más trabajadores, pero el número de los nuevos contratados puede
ser relativamente escaso y los apuros provocados por los menores
salarios a todos los demás trabajadores pueden ser muy serios. Los
empleadores y propietarios del capital pueden estar felices y ver
cómo aumentan sus beneficios. ¡Ellos sí aplaudirán entusiastas el
modelo fundamentalista de mercado del FMI y sus prescripciones
políticas! Otro ejemplo de esta estrecha visión es el exigir a los
ciudadanos de los países en desarrollo que paguen la enseñanza
escolar. Los que abogaban por imponer dichos pagos argumentaban que
habría un efecto insignificante en la matriculación, y que el
Estado necesitaba urgentemente esos ingresos. La ironía estribaba en
que el modelo simplista estimaba incorrectamente el impacto sobre el
número de matriculados de la eliminación de los pagos de las
matrículas; como no tenía en cuenta los efectos sistémicos de la
política, no sólo pasaba por alto el impacto general sobre la
sociedad sino que incluso fracasaba en los intentos más limitados de
estimar con precisión las consecuencias en la matriculación
escolar.
El FMI
alentaba una visión demasiado optimista sobre los mercados y
demasiado pesimista sobre el Estado, que si no era la raíz de todo
mal, ciertamente formaba parte más del problema que de la solución.
Pero la falta de preocupación acerca de los pobres no era sólo
cuestión de opiniones sobre el mercado y el Estado, opiniones según
las cuales el mercado lo arreglaría todo y el Estado sólo
empeoraría las cosas; era también cuestión de valores —lo
comprometidos que debemos estar con los pobres y quién debería
soportar qué riesgos.
Los
resultados de las políticas promulgadas por el Consenso de
Washington no han sido satisfactorios: en la mayoría de los países
que abrazaron sus dogmas el desarrollo ha sido lento y allí donde sí
ha habido crecimiento sus frutos no han sido repartidos
equitativamente; las crisis han sido mal manejadas; la transición
del comunismo a una economía de mercado ha sido (como veremos)
frustrante. En los países en desarrollo hay preguntas de fondo.
Quienes siguieron las recetas y soportaron la austeridad plantean:
¿cuándo veremos los frutos? En América Latina, tras una breve
etapa de crecimiento a comienzos de los años noventa llegaron el
estancamiento y la recesión. El crecimiento no fue sostenido
—algunos dirán que no era sostenible—. Y en la actualidad, los
registros de crecimiento de la llamada era posreformas no son
mejores, y en algunos países son mucho peores que el periodo
anterior de la sustitución de importaciones de los años cincuenta y
sesenta (cuando los países recurrieron a políticas proteccionistas
para ayudar a que las industrias nacionales compitieran con las
importaciones). El crecimiento de la región en los noventa, el 2,9
por ciento como media anual después de las reformas, apenas superó
la mitad del experimentado en los años sesenta: el 5,4 por ciento.
En perspectiva las estrategias de crecimiento de los años cincuenta
y sesenta no fueron sostenidas (los críticos dirán que no eran
sostenibles), pero la ligera subida a principios de los noventa
tampoco se sostuvo (también los críticos dirán que era
insostenible). De hecho, los críticos del Consenso de Washington
subrayan que el crecimiento de los primeros años noventa fue apenas
una recuperación que no contrarrestó la década perdida anterior,
una década en la cual, tras la última gran crisis, el crecimiento
se estancó. En toda la región los pueblos se preguntan: ¿fracasó
la reforma, fracasó la globalización? La distinción acaso sea
artificial —la globalización fue el centro de las reformas—.
Incluso en países que lograron un cierto crecimiento, como México,
los beneficios fueron acaparados por el 30 por ciento y especialmente
por el 10 por ciento más rico. Los pobres apenas ganaron, y muchos
están peor.
Las reformas
del Consenso de Washington han expuesto a los países a riesgos
mayores, y los riesgos han sido soportados desproporcionadamente por
quienes eran menos capaces de asumirlos. Así como en muchos países
la secuencia y el ritmo de las reformas ha provocado que la
destrucción supere a la creación de empleo, la exposición al
riesgo superó la capacidad de crear instituciones para asumirlo,
incluyendo redes de seguridad efectivas.
Hubo, por
supuesto, mensajes importantes en el Consenso de Washington,
incluidas lecciones sobre prudencia fiscal y monetaria, lecciones que
fueron aprendidas por los países que tuvieron éxito, pero que en su
mayoría no tuvieron que aprenderlas del FMI.
En ocasiones
el FMI y el Banco Mundial han sido injustamente acusados por los
mensajes que lanzan —a nadie le gusta que le adviertan que debe
vivir conforme a los medios que tiene—. Pero la crítica de las
instituciones económicas internacionales es más profunda: había
mucho de bueno en su agenda del desarrollo, pero incluso las reformas
que son deseables a largo plazo tienen que ser aplicadas con
precaución. Hoy es ampliamente aceptado que los ritmos y las
secuencias no pueden ser desdeñados. Más importante aún: en el
desarrollo hay más de lo que sugieren estas lecciones. Existen
estrategias alternativas, estrategias que difieren no sólo en
énfasis sino también en el plano político, por ejemplo:
estrategias que incluyen la reforma agraria pero no incluyen la
liberalización del mercado de capitales, que plantean políticas de
competencia antes de la privatización, que aseguran que la creación
de puestos de trabajo acompañe la liberalización comercial.
Tales
alternativas recurrieron al mercado pero reconocieron que hay un
papel relevante para el Estado; admitieron la importancia de
reformar, pero con ritmo y secuencia. Vieron el cambio no sólo como
una cuestión económica sino como parte de una evolución más
amplia de la sociedad. Reconocieron que el éxito a largo plazo
necesita que las reformas cuenten con un amplio respaldo, y para
conseguirlo los beneficios tenían que ser ampliamente distribuidos.
Ya hemos
destacado algunos de estos éxitos; los éxitos limitados de África,
por ejemplo en Uganda, Etiopía y Botsuana; y los mayores éxitos en
el Este asiático, China incluida. En el capítulo 5 observaremos más
de cerca algunos éxitos de la transición, como Po-lonia. Los éxitos
muestran que el desarrollo y la transición son posibles; los éxitos
en el desarrollo superan con mucho lo que casi cualquiera hubiese
podido imaginar hace medio siglo. El hecho de que tantos de los casos
de éxito hayan seguido estrategias marcadamente distintas de las del
Consenso de Washington es sig-nificativo.
Cada tiempo
y cada país son diferentes. ¿Habrían alcanzado otros países el
mismo éxito si hubieran seguido la estrategia del Este asiático?
¿Valdrían las estrategias que funcionaron hace un cuarto de siglo
en la economía global de hoy? Los economistas podrán disentir sobre
las respuestas a estas preguntas, pero los países deben considerar
las alternativas y, a través de procesos políticos democráticos,
elegir por sí mismos. La tarea de las instituciones económicas
internacionales debería ser —debería haber sido— aportar a los
países los recursos para adoptar, por sí mismos, decisiones
informadas, comprendiendo las consecuencias y riesgos de cada opción.
La esencia de la libertad es el derecho a elegir —y a aceptar la
responsabilidad correspondiente—.
- x -
1 Vi esto
con toda claridad en Corea; los propietarios privados mostraban una
aguda conciencia social ante el despido de sus trabajadores; pensaban
que existía un contrato social, que no querían anular, incluso si
ello tenía como consecuencia que perdieran dinero.
2 Por poner
sólo un ejemplo, véase P. Waldman, «How U. S. companies and
Suharto’s cycle electrified Indonesia», Wall Street Journal, 23 de
diciembre de 1998.
3 Adam Smith
planteó la idea de que los mercados por sí mismos producen
resultados eficientes en su clásico libro La riqueza de las
naciones, escrito en 1776, el mismo año de la Declaración de la
Independencia. La prueba matemática formal —que especifica las
condiciones bajo las cuales era verdad— fue aportada por dos
ganadores del premio Nobel, Gerard Debreu, de la Universidad de
California en Berkeley (galardonado en 1983), y Kenneth Arrow
(galardonado en 1982), de la Universidad de Stanford. La conclusión
básica de que cuando la información es imperfecta o los mercados
son incompletos el equilibro competitivo no es (con restricción de
Pareto) eficiente se debe a B. Greenwald y J. E. Stiglitz,
«Externalities in economies with imperfect information and
incomplete markets», Quarterly Journal of Economics, vol. 101, nº
2, mayo de 1986, págs. 229-264.
4
Véanse: W. A. Lewis, «Economic Development with unlimited supplies
of labor», Manchester School, vol. 22, 1954, págs. 139-191, y S.
Kuznets, «Economic growth and income inequality», American Economic
Review, vol. 45, nº 1, 1955, págs. 1-28.
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