jueves, 23 de agosto de 2012

GUerra fría


Los cuarenta y cinco años transcurridos entre la explosión de las bombas atómicas y el fin de la Unión Soviética no constituyen un período de la historia universal homogéneo y único. Tal como veremos en los capítulos siguientes, se dividen en dos mitades, una a cada lado del hito que representan los primeros años setenta (véanse los capítulos IX y XIV). Sin embargo, la historia del periodo en su conjunto siguió un patrón único marcado por la peculiar situación internacional que lo dominó hasta la caída de la URSS: el enfrentamiento constante de las dos superpotencias surgidas de la segunda guerra mundial, la denominada «guerra fría».
La segunda guerra mundial apenas había acabado cuando la humanidad se precipitó en lo que sería razonable considerar una tercera guerra mundial, aunque muy singular; y es que, tal como dijo el gran filósofo Thomas Hobbes, «La guerra no consiste sólo en batallas, o en la acción de luchar, sino que es un lapso de tiempo durante el cual la voluntad de entrar en combate es suficientemente conocida» (Hobbes, capítulo 13). La guerra fría entre los dos bandos de los Estados Unidos y la URSS, con sus respectivos aliados, que dominó por completo el escenario internacional de la segunda mitad del siglo XX, fue sin lugar a dudas un lapso de tiempo así. Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear global que. tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a la humanidad. En realidad, aun a los que no creían que cualquiera de los dos bandos tuviera intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano («Si algo puede ir mal, irá mal»). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la «destrucción mutua asegurada» (acertadamente resumida en inglés con el acrónimo MAD, «loco») impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización. No llegó a suceder, pero
durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana.
La singularidad de la guerra fría estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la segunda guerra mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. La URSS dominaba o ejercía una influencia preponderante en una parte del globo: la zona ocupada por el ejército rojo y otras fuerzas armadas comunistas al
final de la guerra, sin intentar extender más allá su esfera de influencia por la fuerza de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban el resto del mundo capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos, asumiendo los restos de la vieja hegemonía imperial de las antiguas potencias coloniales. En contrapartida, no intervenían en la zona aceptada como de hegemonía soviética.
En Europa las líneas de demarcación se habían trazado en 1943-1945, tanto por los acuerdos alcanzados en las cumbres en que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, como en virtud del hecho de que sólo el ejército rojo era realmente capaz de derrotar a Alemania. Hubo vacilaciones, sobre todo de Alemania y Austria, que se resolvieron con la partición de Alemania de acuerdo con las líneas de las fuerzas de ocupación del Este y del Oeste, y la retirada de todos los ex contendientes de Austria, que se convirtió en una especie de segunda Suiza: un país pequeño con vocación de neutralidad, envidiado por su constante prosperidad y, en consecuencia, descrito (correctamente) como «aburrido». La URSS aceptó a regañadientes el Berlín Oeste como un enclave occidental en la parte del territorio alemán que controlaba, pero no estaba dispuesta a discutir el tema con las armas.
La situación fuera de Europa no estaba tan clara, salvo en el caso de Japón, en donde los Estados Unidos establecieron una ocupación totalmente unilateral que excluyó no sólo a la URSS, sino también a los demás aliados. El problema era que ya se preveía el fin de los antiguos imperios coloniales, cosa que en 1945, en Asia, ya resultaba inminente, aunque la orientación futura de los nuevos estados poscoloniales no estaba nada clara.
Como veremos (capítulos XII y XV), esta fue la zona en que las dos superpotencias siguieron compitiendo en busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría y, por lo tanto, fue la de mayor fricción entre ambas, donde más probables resultaban los conflictos armados, que acabaron por estallar. A diferencia de Europa, ni siquiera se podían prever los límites de la zona que en el futuro iba a quedar bajo control comunista, y mucho menos negociarse, ni aun del modo más provisional y ambiguo. Así, por ejemplo, la URSS no sentía grandes deseos de que los comunistas tomaran el poder en China, 1 pero eso fue lo que sucedió a pesar de todo. Sin embargo, incluso en lo que pronto dio en llamarse el «tercer mundo», las condiciones para la estabilidad internacional empezaron a aparecer a los pocos años, a medida que fue quedando claro que la mayoría de los nuevos estados poscoloniales, por escasas que fueran sus simpatías hacia los Estados Unidos y sus aliados, no eran comunistas, sino, en realidad, sobre todo anticomunistas en política interior, y «no
alineados» (es decir, fuera del bloque militar soviético) en asuntos exteriores. En resumen, el «bando comunista» no presentó síntomas de expansión significativa entre la revolución china y los años setenta, cuando la China comunista ya no formaba parte del mismo.
1. Las referencias a China brillaban por su ausencia en el informe de Zhdanov sobre la situación mundial
con que se inauguró la conferencia de la Oficina de Información Comunista (Cominform) en septiembre de 1947. aunque Indonesia y Vietnam recibieron el calificativo de «miembros del bando antiimperialista», e India. Egipto y Siria, de «simpatizantes» del mismo (Spriano, 19. 13, p. 286). Todavía en abril de 1949. al abandonar Chiang Kai- shek su capital, Nanking, el embajador soviético —el único de entre todo el cuerpo diplomático— se unió a él en su retirada hacia Cantón. Seis meses más tarde. Mao proclamaba la República Popular (Walker, 1993. p. 6. 1).

En la práctica, la situación mundial se hizo razonablemente estable poco después de la guerra y siguió siéndolo hasta mediados de los setenta, cuando el sistema internacional y sus componentes entraron en otro prolongado período de crisis política y económica.
Hasta entonces ambas superpotencias habían aceptado el reparto desigual del mundo, habían hecho los máximos esfuerzos por resolver las disputas sobre sus zonas de influencia sin llegar a un choque abierto de sus fuerzas armadas que pudiese llevarlas a la guerra y, en contra de la ideología y de la retórica de guerra fría, habían actuado partiendo de la premisa de que la coexistencia pacífica entre ambas era posible. De hecho, a la hora de la verdad, la una confiaba en la moderación de la otra, incluso en las ocasiones en que estuvieron oficialmente a punto de entrar, o entraron, en guerra. Así, durante la guerra de Corea de 1950-1953, en la que participaron oficialmente los norteamericanos, pero no los rusos, Washington sabía perfectamente que unos 150 aviones chinos eran en realidad
aviones soviéticos pilotados por aviadores soviéticos (Walker, 1993, pp. 75-77). La información se mantuvo en secreto porque se dedujo, acertadamente, que lo último que Moscú deseaba era la guerra. Durante la crisis de los misiles cubanos de 1962, tal como sabemos hoy (Ball, 1992; Ball, 1993), la principal preocupación de ambos bandos fue cómo evitar que se malinterpretaran gestos hostiles como preparativos bélicos reales. Este acuerdo tácito de tratar la guerra fría como una «paz fría» se mantuvo hasta los años setenta. La URSS supo (o, mejor dicho, aprendió) en 1953 que los llamamientos de los Estados Unidos para «hacer retroceder» al comunismo era simple propaganda
radiofónica, porque los norteamericanos ni pestañearon cuando los tanques soviéticos restablecieron el control comunista durante un importante levantamiento obrero en la Alemania del Este. A partir de entonces, tal como confirmó la revolución húngara de 1956, Occidente no se entrometió en la esfera de control soviético. La guerra fría, que sí procuraba estar a la altura de su propia retórica de lucha por la supremacía o por la aniquilación, no era un enfrentamiento en el que las decisiones fundamentales las tomaban los gobiernos, sino la sorda rivalidad entre los distintos servicios secretos reconocidos y por reconocer, que en Occidente produjo el fruto más característico de la tensión internacional: las novelas de espionaje y de asesinatos encubiertos. En este género, los británicos, gracias al James Bond de Ian Fleming y a los héroes agridulces de John Le Carré —ambos habían trabajado por un tiempo en los servicios secretos británicos—, mantuvieron la primacía, compensando así el declive de su país en el mundo del poder real. No obstante, con la excepción de lo sucedido en algunos de los países más débiles del tercer mundo, las operaciones del KGB, la CIA y semejantes fueron desdeñables en términos de poder político real, por teatrales que resultasen a menudo.
En tales circunstancias, ¿hubo en algún momento peligro real de guerra mundial durante este largo período de tensión, con la lógica excepción de los accidentes que amenazan inevitablemente a quienes patinan y patinan sobre una delgada capa de hielo? Es difícil de decir. Es probable que el período más explosivo fuera el que medió entre la proclamación formal de la «doctrina Traman» en marzo de 1947 («La política de los Estados Unidos tiene que ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser subyugados por minorías armadas o por presiones exteriores») y abril de 1951, cuando el mismo presidente de los Estados Unidos destituyó al general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las fuerzas de los Estados Unidos en la guerra de Corea (1950-1953), que llevó demasiado lejos sus ambiciones militares. Durante esta época el temor de los norteamericanos a la desintegración social o a la revolución en países no soviéticos de Eurasia no era simple fantasía: al fin y al cabo, en 1949 los comunistas se hicieron con el poder en China. Por su parte, la URSS se vio enfrentada con unos Estados Unidos que disfrutaban del monopolio del armamento atómico y que multiplicaban las declaraciones de anticomunismo militante y amenazador, mientras la solidez del bloque soviético empezaba a resquebrajarse con la ruptura de la Yugoslavia de Tito (1948). Además, a partir de 1949, el gobierno de China no sólo se involucró en una guerra de gran calibre en Corea sin pensárselo dos veces, sino que, a diferencia de otros gobiernos, estaba dispuesto a afrontar la posibilidad real de luchar y sobrevivir a un holocausto nuclear. 2 Todo podía suceder. Una vez que la URSS se hizo con armas nucleares —cuatro años después de Hiroshima en el caso de la bomba atómica (1949), nueve meses después de los Estados Unidos en el de la bomba de hidrógeno (1953)—, ambas superpotencias dejaron de utilizar la guerra como arma política en sus relaciones mutuas, pues era el equivalente de un pacto suicida. Que contemplaran seriamente la posibilidad de utilizar las armas nucleares contra terceros —los Estados Unidos en Corea en 1951 y
para salvar a los franceses en Indochina en 1954; la URSS contra China en 1969— no está muy claro, pero lo cierto es que no lo hicieron. Sin embargo, ambas super- potencias se sirvieron de la amenaza nuclear, casi con toda certeza sin tener intención de cumplirla, en algunas ocasiones: los Estados Unidos, para acelerar las negociaciones de paz en Corea y Vietnam (1953, 1954); la URSS, para obligar a Gran Bretaña y a Francia a retirarse de Suez en 1956. Por desgracia, la certidumbre
misma de que ninguna de las dos superpotencias deseaba realmente apretar el botón atómico tentó a ambos bandos a agitar el recurso al arma atómica con finalidades negociadoras o (en los Estados Unidos) para el consumo doméstico, en la confianza de que el otro tampoco quería la guerra. Esta confianza demostró estar justificada, pero al precio de desquiciar los nervios de varias generaciones.
2. Se dice que Mao le comentó al dirigente comunista italiano Togliatti: « ¿Quién le ha dicho que Italia vaya a sobrevivir? Quedarán trescientos millones de chinos, y eso bastará para la continuidad de la razahumana». «La disposición de Mao para aceptar lo inevitable de una guerra atómica y su posible utilidad para precipitar la derrota final del capitalismo dejó atónitos a sus camaradas de otros países» en 1957 (Walker, 1993, p. 126).
La crisis de los misiles cubanos de 1962, uno de estos recursos enteramente innecesarios, estuvo a punto de arrastrar al mundo a una guerra innecesaria a lo largo de unos pocos días y, de hecho,
llegó a asustar a las cúpulas dirigentes hasta hacerles entrar temporalmente en razón. 3

¿Cómo podemos, pues, explicar los cuarenta años de enfrentamiento armado y de movilización permanente, basados en la premisa siempre inverosímil, y en este caso totalmente infundada, de que el planeta era tan inestable que podía estallar una guerra mundial en cualquier momento, y que eso sólo lo impedía una disuasión mutua sin tregua? En primer lugar, la guerra fría se basaba en la creencia occidental, absurda vista desde el presente pero muy lógica tras el fin de la segunda guerra mundial, de que la era de las catástrofes no se había acabado en modo alguno; que el futuro del capitalismo mundial y de la sociedad liberal distaba mucho de estar garantizado. La mayoría de los
observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave, incluso en los Estados Unidos, por analogía con lo que había sucedido tras el fin de la primera guerra mundial.
Un futuro premio Nobel de economía habló en 1943 de la posibilidad de que se diera en los Estados Unidos «el período más grande de desempleo y de dislocación de la industria al que jamás se haya enfrentado economía alguna» (Samuelson, 1943, p. 51). De hecho, los planes del gobierno de los Estados Unidos para la posguerra se dirigían mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra, algo a lo que Washington había dedicado poca atención antes de la victoria (Kolko, 1969, pp. 244-246).

3. El dirigente soviético N. S. Kruschev decidió instalar misiles en Cuba para compensar los misiles que los norteamericanos habían instalado ya en el otro lado de la frontera soviética, en Turquía (Burlatsky, 1992). Los Estados Unidos le obligaron a retirarlos con amenazas de guerra, pero también retiraron sus misiles de Turquía. Los misiles soviéticos, como le habían dicho al presidente Kennedy por aquel entonces, carecían de importancia en el marco del equilibrio estratégico, pero sí la tenían de cara a la imagen pública del presidente (Ball, 1992, p. 18; Walker, 1988). Los misiles norteamericanos que se retiraron fueron calificados de «obsoletos».
Si Washington esperaba «serias alteraciones de posguerra» que socavasen «la estabilidad social, política y económica del mundo» (Dean Acheson, citado en Kolko, 1969, p. 485) era porque al acabar la guerra los países beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos, eran mundos en ruinas habitados por lo que a los norteamericanos les parecían poblaciones hambrientas, desesperadas y tal vez radicalizadas, predispuestas a prestar oído a los cantos de sirena de la revolución social y de políticas económicas incompatibles con el sistema internacional de libertad de empresa, libre mercado y libertad de movimiento de capitales que había de salvar a los Estados Unidos y al mundo. Además, el sistema internacional de antes de la guerra se había hundido, dejando a los Estados Unidos frente a una URSS comunista enormemente fortalecida que ocupaba amplias extensiones de Europa y extensiones aún más amplias del mundo no europeo, cuyo futuro político parecía incierto —menos que en ese mundo explosivo e inestable todo lo que ocurriera era probable que debilitase al capitalismo de los Estados Unidos, y fortaleciese a la potencia que había nacido por y para la revolución.
La situación en la inmediata posguerra en muchos de los países liberados y ocupados parecía contraria a los políticos moderados, con escasos apoyos salvo el de sus aliados occidentales, asediados desde dentro y fuera de sus gobiernos por los comunistas, que después de la guerra aparecieron en todas partes con mucha más fuerza que en cualquier otro tiempo anterior y, a veces, como los partidos y formaciones políticas mayores en sus respectivos países. El primer ministro (socialista) de Francia fue a Washington a advertir que, sin apoyo económico, probablemente sucumbiría ante los comunistas. La pésima cosecha de 1946, seguida por el terrible invierno de 1946-1947, puso aún más nerviosos tanto a los políticos europeos como a los asesores presidenciales norteamericanos.
En esas circunstancias no es sorprendente que la alianza que habían mantenido durante la guerra las principales potencias capitalista y socialista, ésta ahora a la cabeza de su propia esfera de influencia, se rompiera, como tan a menudo sucede con coaliciones aún menos heterogéneas al acabar una guerra. Sin embargo, ello no basta para explicar por qué la política de los Estados Unidos —los aliados y satélites de Washington, con la posible excepción de Gran Bretaña, mostraron una vehemencia mucho menor— tenía que basarse, por lo menos en sus manifestaciones públicas, en presentar el escenario de pesadilla de una superpotencia moscovita lanzada a la inmediata conquista del planeta, al frente de una «conspiración comunista mundial» y atea siempre dispuesta a derrocar los dominios de la libertad. Y mucho menos sirve esa ruptura para explicar la retórica de J. F. Kennedy durante la campaña presidencial de 1960, cuando era impensable que lo que el primer ministro británico Harold Macmillan denominó «nuestra sociedad libre actual, la nueva forma de capitalismo» (Horne. 1989, vol. II, p. 238) pudiera considerarse directamente amenazada. 4
¿Por qué se puede tachar de «apocalíptica» (Hughes, 1969, p. 28) la visión de «los profesionales del Departamento de Estado» tras el fin de la guerra? ¿Por qué hasta el sereno diplomático británico que rechazaba toda comparación de la URSS con la Alemania nazi informaba luego desde Moscú que el mundo «se enfrentaba ahora al equivalente moderno de las guerras de religión del siglo XVI, en el que el comunismo soviético luchará contra la democracia social occidental y la versión norteamericana del capitalismo por la dominación mundial»? (Jensen, 1991, pp. 41 y 53-54: Roberts, 1991).
4. «El enemigo es el sistema comunista en sí: implacable, insaciable, infatigable en su pugna por
dominar el mundo... Esta no es una lucha sólo por la supremacía armamentística. También es una lucha por la supremacía entre dos ideologías opuestas: la libertad bajo un Dios, y una tiranía atea» (Walker. 1993, p. 132).
Y es que ahora resulta evidente, y era tal vez razonable incluso en 1945-1947, que la
URSS ni era expansionista —menos aún agresiva— ni contaba con extender el avance del
comunismo más allá de lo que se supone se había acordado en las cumbres de 1943-1945.
De hecho, allí en donde la URSS controlaba regímenes y movimientos comunistas
satélites, éstos tenían el compromiso específico de no construir estados según el
modelo de la URSS, sino economías mixtas con democracias parlamentarias
pluripartidistas, muy diferentes de la «dictadura del proletariado» y «más aún» de la
de un partido único, descritas en documentos internos del partido comunista como «ni
útiles ni necesarias» (Spriano, 1983, p. 265). (Los únicos regímenes comunistas que se
negaron a seguir esta línea fueron aquellos cuyas revoluciones, que Stalin desalentó
firmemente, escaparon al control de Moscú, como Yugoslavia.) Además, y aunque esto
sea algo a lo que no se haya prestado mucha atención, la URSS desmovilizó sus tropas
—su principal baza en el campo militar— casi tan deprisa como los Estados Unidos,
con lo que el ejército rojo disminuyó sus efectivos de un máximo de casi doce millones de
hombres en 1945 a tres millones antes de finales de 1948 (New York Times, 24-10-1946
y 24-10-1948).
Desde cualquier punto de vista racional, la URSS no representaba ninguna amenaza
inmediata para quienes se encontrasen fuera del ámbito de ocupación de las fuerzas del
ejército rojo. Después de la guerra, se encontraba en ruinas, desangrada y exhausta, con
una economía civil hecha trizas y un gobierno que desconfiaba de una población gran
parte de la cual, fuera de Rusia, había mostrado una clara y comprensible falta de adhesión
al régimen. En sus confines occidentales, la URSS continuó teniendo dificultades con las
guerrillas ucranianas y de otras nacionalidades durante años. La dirigía un dictador que
había demostrado ser tan poco partidario de correr riesgos fuera del territorio bajo su
dominio directo, como despiadado dentro del mismo: J. V. Stalin (véase el capítulo XIII).
La URSS necesitaba toda la ayuda económica posible y, por lo tanto, no tenía ningún
interés, a corto plazo, en enemistarse con la única potencia que podía proporcionársela,
los Estados Unidos. No cabe duda de que Stalin, en tanto que comunista, creía en la
inevitable sustitución del capitalismo por el comunismo, y, en ese sentido, que la
coexistencia de ambos sistemas no sería permanente. Sin embargo, los planificadores
soviéticos no creían que el capitalismo como tal se encontrase en crisis al término de la
segunda guerra mundial, sino que no les cabía duda de que seguiría por mucho tiempo
bajo la égida de los Estados Unidos, cuya riqueza y poderío, enormemente aumentados,
no eran sino evidentes (Loth, 1988, pp. 36-37). Eso es, de hecho, lo que la URSS
sospechaba y temía. 5 Su postura de fondo tras la guerra no era agresiva sino
defensiva.
5. Mayores aún hubieran sido sus suspicacias de haber sabido que la junta de jefes de estado mayor de
los Estados Unidos trazó un plan para lanzar bombas atómicas sobre las veinte ciudades principales de la Unión
Soviética a las pocas semanas del fin de la guerra (Walker, 1993, pp. 26-27).
LA GUERRA FRÍA
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Sin embargo, la política de enfrentamiento entre ambos bandos surgió de su propia
situación. La URSS, consciente de lo precario e inseguro de su posición, se enfrentaba a
la potencia mundial de los Estados Unidos, conscientes de lo precario e inseguro de la
situación en Europa central y occidental, y del incierto futuro de gran parte de Asia. El
enfrentamiento es probable que se hubiese producido aun sin la ideología de por medio.
George Kennan, el diplomático norteamericano que, a principios de 1946, formuló la
política de «contención» que Washington abrazó con entusiasmo, no creía que Rusia se
batiera en una cruzada por el comunismo, y —tal como demostró su carrera posterior— él
mismo se guardó mucho de participar en cruzadas ideológicas (con la posible excepción
de sus ataques a la política democrática, de la que tenía una pobre opinión). Kennan no
era más que un buen especialista en Rusia de la vieja escuela de diplomacia entre potencias
—había muchos así en las cancillerías europeas— que veía en Rusia, ya fuese la de los
zares o la bolchevique, una sociedad atrasada y bárbara gobernada por hombres a quienes
impulsaba una «sensación rusa tradicional e instintiva de inseguridad», siempre aislada del
mundo exterior, siempre regida por autócratas, buscando siempre su «seguridad» sólo en un
combate paciente y a muerte por la completa destrucción de la potencia rival, sin llegar
jamás a pactos o compromisos con ésta; reaccionando siempre, por lo tanto, sólo a «la
lógica de la fuerza», no a la de la razón. El comunismo, por supuesto, pensaba Kennan,
hacía a la antigua Rusia más peligrosa porque reforzaba a la más brutal de las grandes
potencias con la más despiadada de las utopías, es decir, de las ideologías de dominación
mundial. Pero esa tesis implicaba que la única «potencia rival» de Rusia, a saber, los
Estados Unidos, habría tenido que «contener» la presión rusa con una resistencia
inflexible aunque Rusia no hubiese sido comunista.
Por otra parte, desde el punto de vista de Moscú, la única estrategia racional para
defender y explotar su nueva posición de gran, aunque frágil, potencia internacional, era
exactamente la misma: la intransigencia. Nadie sabía mejor que Stalin lo malas que eran
sus cartas. No cabía negociar las posiciones que le habían ofrecido Roosevelt y Churchill
cuando la intervención soviética era esencial para derrotar a Hitler y todavía se creía que
sería esencial para derrotar a Japón. La URSS podía estar dispuesta a retirarse de las zonas
en donde no estaba amparada por los acuerdos de las cumbres de 1943-1945, y sobre todo
de Yalta —por ejemplo, la frontera entre Irán y Turquía en 1945-1946—, pero todo
intento de revisión de Yalta sólo podía acogerse con una rotunda negativa, y, de hecho, el
«no» del ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, Molotov, en todas las reuniones
internacionales posteriores a Yalta se hizo famoso. Los norteamericanos tenían la fuerza de
su lado, aunque hasta diciembre de 1947 no dispusieron de aviones capaces de transportar
las doce bombas atómicas con que contaban y el personal militar capaz de montarlas
(Moisi, 1981, pp. 78-79). La URSS, no. Washington no estaba dispuesto a renunciar a
nada sino a cambio de concesiones, pero eso era exactamente lo que Moscú no podía
permitirse, ni siquiera a cambio de la ayuda
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LA EDAD DE ORO
económica que necesitaba desesperadamente y que, en cualquier caso, los
norteamericanos no querían concederles, con la excusa de que se les había
«traspapelado» la petición soviética de un crédito de posguerra, presentada antes de
Yalta.
En resumen, mientras que a los Estados Unidos les preocupaba el peligro de una
hipotética supremacía mundial de la URSS en el futuro, a Moscú le preocupaba la
hegemonía real de los Estados Unidos en el presente sobre todas las partes del mundo no
ocupadas por el ejército rojo. No hubiera sido muy difícil convertir a una URSS agotada y
empobrecida en otro satélite de la economía estadounidense, más poderosa por aquel
entonces que todas las demás economías mundiales juntas. La intransigencia era la táctica
lógica. Que destaparan el farol de Moscú, si querían.
Pero esa política de mutua intransigencia e incluso de rivalidad permanente no implica
un riesgo cotidiano de guerra. Los ministros de Asuntos Exteriores británicos del siglo
XIX, que daban por sentado que el afán expansionista de la Rusia de los zares debía
«contenerse» constantemente al modo de Kennan, sabían perfectamente que los momentos
de enfrentamiento abierto eran contados, y las crisis bélicas, todavía más. La
intransigencia mutua implica aún menos una política de lucha a vida o muerte o de guerra
de religión. Sin embargo, había en la situación dos elementos que contribuyeron a
desplazar el enfrentamiento del ámbito de la razón al de las emociones. Como la URSS,
los Estados Unidos eran una potencia que representaba una ideología considerada
sinceramente por muchos norteamericanos como modelo para el mundo. A diferencia de
la URSS, los Estados Unidos eran una democracia. Por desgracia, este segundo elemento
era probablemente el más peligroso.
Y es que el gobierno soviético, aunque también satanizara a su antagonista global, no
tenía que preocuparse por ganarse los votos de los congresistas o por las elecciones
presidenciales y legislativas, al contrario que el gobierno de los Estados Unidos. Para
conseguir ambos objetivos, el anticomunismo apocalíptico resultaba útil y, por
consiguiente, tentador, incluso para políticos que no estaban sinceramente convencidos
de su propia retórica, o que, como el secretario de Estado para la Marina del presidente
Truman, James Forrestal (1882-1949), estaban lo bastante locos, médicamente hablando,
como para suicidarse porque veían venir a los rusos desde la ventana del hospital. Un
enemigo exterior que amenazase a los Estados Unidos les resultaba práctico a los
gobiernos norteamericanos, que habían llegado a la acertada conclusión de que los
Estados Unidos eran ahora una potencia mundial —en realidad, la mayor potencia
mundial con mucho— y que seguían viendo el «aislacionismo» o un proteccionismo
defensivo como sus mayores obstáculos internos. Si los mismísimos Estados Unidos no
estaban a salvo, entonces no podían renunciar a las responsabilidades —y recompensas—
del liderazgo mundial, igual que al término de la primera gran guerra. Más concretamente,
la histeria pública facilitaba a los presidentes la obtención de las enormes sumas
necesarias para financiar la política norteamericana gracias a una ciudadanía notoria por su escasa predisposición a pagar impuestos. Y el anticomunismo era auténtica y visceralmente popular en un país basado en el individualismo y en la empresa privada, cuya definición nacional se daba en unos
parámetros exclusivamente ideológicos («americanismo») que podían considerarse
prácticamente el polo opuesto al comunismo. (Y tampoco hay que olvidar los votos de los
inmigrantes procedentes de la Europa del Este sovietizada.) No fue el gobierno de los
Estados Unidos quien inició el sórdido e irracional frenesí de la caza de brujas
anticomunista, sino demagogos por lo demás insignificantes —algunos, como el
tristemente famoso senador Joseph McCarthy, ni siquiera especialmente anticomunistas—
que descubrieron el potencial político de la denuncia a gran escala del enemigo interior. 6
El potencial burocrático ya hacía tiempo que lo había descubierto J. Edgar Hoover (1885-1972), el casi incombustible jefe del Federal Bureau of Investigations (FBI). Lo que uno de los arquitectos principales de la guerra fría denominó «el ataque de los Primitivos» (Acheson, 1970, p. 462) facilitaba y limitaba al mismo tiempo la política de
Washington al hacerle adoptar actitudes extremas, sobre todo en los años que siguieron a
la victoria comunista en China, de la que naturalmente se culpó a Moscú.
Al mismo tiempo, la exigencia esquizoide por parte de políticos necesitados de votos
de que se instrumentara una política que hiciera retroceder la «agresión comunista» y, a la
vez, ahorrase dinero y perturbase lo menos posible la tranquilidad de los norteamericanos
comprometió a Washington, y también a sus demás aliados, no sólo a una estrategia de
bombas atómicas en lugar de tropas, sino a la tremenda estrategia de las «represalias
masivas» anunciada en 1954. Al agresor en potencia había que amenazarlo con armas
atómicas aun en el caso de un ataque convencional limitado. En resumen, los Estados
Unidos se vieron obligados a adoptar una actitud agresiva, con una flexibilidad táctica
mínima.
Así, ambos bandos se vieron envueltos en una loca carrera de armamentos que llevaba
a la destrucción mutua, en manos de la clase de generales atómicos y de intelectuales
atómicos cuya profesión les exigía que no se dieran cuenta de esta locura. Ambos
grupos se vieron también implicados en lo que el presidente Eisenhower, un militar
moderado de la vieja escuela que se encontró haciendo de presidente en pleno viaje a la
locura sin acabar de contagiarse del todo, calificó, al retirarse, de «complejo militar-
industrial», es decir, la masa creciente de hombres y recursos dedicados a la preparación
de la guerra. Los intereses creados de estos grupos eran los mayores que jamás hubiesen
existido en tiempos de paz entre las potencias. Como era de esperar, ambos complejos
militar-industriales contaron con el apoyo de sus respectivos gobiernos para usar su
superávit para atraerse y
6. El único político con entidad propia que surgió del submundo de la caza de brujas fue Richard Nixon. El más desagradable de entre los presidentes norteamericanos de la posguerra (1968-1974).
armar aliados y satélites, y, cosa nada desdeñable, para hacerse con lucrativos
mercados para la exportación, al tiempo que se guardaban para sí las armas más
modernas, así como, desde luego, las armas atómicas. Y es que, en la práctica, las
superpotencias mantuvieron el monopolio nuclear. Los británicos consiguieron sus
propias bombas en 1952, irónicamente con el propósito de disminuir su dependencia
de los Estados Unidos; los franceses (cuyo arsenal atómico era de hecho
independiente de los Estados Unidos) y los chinos en los años sesenta. Mientras duró
la guerra fría, ninguno de estos arsenales contó. Durante los años setenta y ochenta,
algunos otros países adquirieron la capacidad de producir armas atómicas, sobre todo
Israel, Suráfrica y seguramente la India, pero esta proliferación nuclear no se con-
virtió en un problema internacional grave hasta después del fin del orden mundial
bipolar de las dos superpotencias en 1989.
Así pues, ¿quién fue el culpable de la guerra fría? Como el debate sobre el tema
fue durante mucho tiempo un partido de tenis ideológico entre quienes le echaban la
culpa exclusivamente a la URSS y quienes (en su mayoría, todo hay que decirlo,
norteamericanos) decían que era culpa sobre todo de los Estados Unidos, resulta
tentador unirse al grupo intermedio, que le echa la culpa al temor mutuo surgido del
enfrentamiento hasta que «los dos bandos armados empezaron a movilizarse bajo
banderas opuestas» (Walker, 1993, p. 55). Esto es verdad, pero no toda la verdad.
Explica lo que se ha dado en llamar la «congelación» de los frentes en 1947-1949; la
partición gradual de Alemania, desde 1947 hasta la construcción del muro de Berlín en 1961; el fracaso de los anticomunistas occidentales a la hora de evitar verse envueltos en la alianza militar dominada por los Estados Unidos (con la excepción del general De Gaulle en Francia); y el fracaso de quienes, en el lado oriental de la línea divisoria, intentaron evitar la total subordinación a Moscú (con la excepción del mariscal Tito en Yugoslavia). Pero no explica el tono apocalíptico de la guerra fría.
Eso vino de los Estados Unidos. Todos los gobiernos de Europa occidental, con o sin  partidos comunistas importantes, fueron sin excepción plenamente anticomunistas,decididos a protegerse contra un posible ataque militar soviético. Ninguno hubiera dudado de haber tenido que elegir entre los Estados Unidos y la URSS, ni siquiera los comprometidos por su historia, su política o por tratar de ser neutrales. Y, sinembargo, la «conspiración comunista mundial» no fue nunca parte importante de la política interna de ninguno de los países que podían afirmar ser políticamente democráticos, por lo menos tras la inmediata posguerra. Entre los países democráticos, sólo en los Estados Unidos se eligieron presidentes (como John F. Kennedy en 1960) para ir en contra del comunismo, que, en términos de política interna, era tan insignificante en el país como el budismo en Irlanda. Si alguien pusoel espíritu de cruzada en la Realpolitk del enfrentamiento internacional entre potencias y allí lo dejó fue Washington. En realidad, tal como demuestra la retórica electoral de J. F. Kennedy con la claridad de la buena oratoria, la cuestión no era la amenaza teórica de dominación mundial comunista, sino el mantenimiento de la supremacía real

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