Los cuarenta y cinco
años transcurridos entre la explosión de las bombas
atómicas y el
fin de la Unión Soviética no constituyen un período de la
historia
universal homogéneo y único. Tal como veremos en los
capítulos siguientes, se
dividen en dos mitades, una a cada lado
del hito que representan los primeros años
setenta (véanse los
capítulos IX y XIV). Sin embargo, la historia del periodo en su
conjunto siguió un patrón único marcado por la peculiar situación
internacional que
lo dominó hasta la caída de la URSS: el
enfrentamiento constante de las dos
superpotencias surgidas de la
segunda guerra mundial, la denominada «guerra fría».
La segunda guerra
mundial apenas había acabado cuando la humanidad se
precipitó en
lo que sería razonable considerar una tercera guerra mundial,
aunque
muy singular; y es que, tal como dijo el gran filósofo
Thomas Hobbes, «La guerra no
consiste sólo en batallas, o en la
acción de luchar, sino que es un lapso de tiempo
durante el cual la
voluntad de entrar en combate es suficientemente conocida» (Hobbes,
capítulo 13). La guerra fría entre los dos bandos de los Estados
Unidos y la
URSS, con sus respectivos aliados, que dominó por
completo el escenario
internacional de la segunda mitad del siglo
XX, fue sin lugar a dudas un lapso de
tiempo así. Generaciones
enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear
global
que. tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y
arrasar a
la humanidad. En realidad, aun a los que no creían que
cualquiera de los dos bandos
tuviera intención de atacar al otro
les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya
que la ley de
Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser
humano («Si algo puede ir mal, irá mal»). Con el correr del
tiempo, cada vez había
más cosas que podían ir mal, tanto
política como tecnológicamente, en un
enfrentamiento nuclear
permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la
«destrucción mutua asegurada» (acertadamente resumida en inglés
con el acrónimo
MAD, «loco») impediría a cualquiera de los dos
bandos dar la señal, siempre a
punto, de la destrucción
planificada de la civilización. No llegó a suceder, pero
durante cuarenta años fue una
posibilidad cotidiana.
La singularidad de la guerra fría
estribaba en que, objetivamente hablando, no
había ningún peligro
inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica
apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano,
los gobiernos de
ambas superpotencias aceptaron el reparto global de
fuerzas establecido al final de la
segunda guerra mundial, lo que
suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero
indiscutido. La
URSS dominaba o ejercía una influencia preponderante en una parte
del globo: la zona ocupada por el ejército rojo y otras fuerzas
armadas comunistas al
final de la guerra, sin
intentar extender más allá su esfera de influencia por la fuerza
de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban el resto del
mundo
capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos,
asumiendo los restos de
la vieja hegemonía imperial de las antiguas
potencias coloniales. En contrapartida, no
intervenían en la zona
aceptada como de hegemonía soviética.
En Europa las líneas de
demarcación se habían trazado en 1943-1945, tanto por los
acuerdos
alcanzados en las cumbres en que participaron Roosevelt, Churchill y
Stalin,
como en virtud del hecho de que sólo el ejército rojo era
realmente capaz de derrotar a
Alemania. Hubo vacilaciones, sobre
todo de Alemania y Austria, que se resolvieron con
la partición de
Alemania de acuerdo con las líneas de las fuerzas de ocupación del
Este y
del Oeste, y la retirada de todos los ex contendientes de
Austria, que se convirtió en una
especie de segunda Suiza: un país
pequeño con vocación de neutralidad, envidiado por su
constante
prosperidad y, en consecuencia, descrito (correctamente) como
«aburrido». La
URSS aceptó a regañadientes el Berlín Oeste como
un enclave occidental en la parte del
territorio alemán que
controlaba, pero no estaba dispuesta a discutir el tema con las
armas.
La situación fuera de Europa no
estaba tan clara, salvo en el caso de Japón, en donde
los Estados
Unidos establecieron una ocupación totalmente unilateral que excluyó
no sólo
a la URSS, sino también a los demás aliados. El problema
era que ya se preveía el fin de
los antiguos imperios coloniales,
cosa que en 1945, en Asia, ya resultaba inminente,
aunque la
orientación futura de los nuevos estados poscoloniales no estaba
nada clara.
Como veremos (capítulos XII y XV),
esta fue la zona en que las dos superpotencias
siguieron compitiendo
en busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría y, por
lo
tanto, fue la de mayor fricción entre ambas, donde más
probables resultaban los conflictos
armados, que acabaron por
estallar. A diferencia de Europa, ni siquiera se podían prever
los
límites de la zona que en el futuro iba a quedar bajo control
comunista, y mucho
menos negociarse, ni aun del modo más
provisional y ambiguo. Así, por ejemplo, la URSS
no sentía grandes
deseos de que los comunistas tomaran el poder en China, 1 pero eso
fue lo que sucedió a pesar de todo.
Sin embargo, incluso en lo que
pronto dio en llamarse el «tercer mundo», las
condiciones para la
estabilidad internacional empezaron a aparecer a los pocos años, a
medida que fue quedando claro que la mayoría de los nuevos estados
poscoloniales, por
escasas que fueran sus simpatías hacia los
Estados Unidos y sus aliados, no eran
comunistas, sino, en realidad,
sobre todo anticomunistas en política interior, y «no
alineados» (es decir,
fuera del bloque militar soviético) en asuntos exteriores. En
resumen, el «bando comunista» no presentó síntomas de expansión
significativa entre la
revolución china y los años setenta, cuando
la China comunista ya no formaba parte del
mismo.
1.
Las referencias a China brillaban por su ausencia en el informe de
Zhdanov sobre la situación mundial
con
que se inauguró la conferencia de la Oficina de Información
Comunista (Cominform) en septiembre de 1947.
aunque Indonesia y
Vietnam recibieron el calificativo de «miembros del bando
antiimperialista», e India. Egipto y
Siria, de «simpatizantes»
del mismo (Spriano, 19. 13, p. 286). Todavía en abril de 1949. al
abandonar Chiang Kai- shek su capital, Nanking, el embajador
soviético —el único de entre todo el cuerpo diplomático— se
unió a él
en su retirada hacia Cantón. Seis meses más tarde. Mao
proclamaba la República Popular (Walker, 1993. p. 6. 1).
En la práctica, la situación mundial
se hizo razonablemente estable poco después de la
guerra y siguió
siéndolo hasta mediados de los setenta, cuando el sistema
internacional y
sus componentes entraron en otro prolongado período
de crisis política y económica.
Hasta entonces ambas superpotencias
habían aceptado el reparto desigual del mundo, habían hecho los
máximos esfuerzos por resolver las disputas sobre sus zonas de
influencia sin llegar a un choque abierto de sus fuerzas armadas que
pudiese llevarlas a la
guerra y, en contra de la ideología y de la
retórica de guerra fría, habían actuado partiendo
de la premisa
de que la coexistencia pacífica entre ambas era posible. De hecho, a
la hora
de la verdad, la una confiaba en la moderación de la otra,
incluso en las ocasiones en que
estuvieron oficialmente a punto de
entrar, o entraron, en guerra. Así, durante la guerra de
Corea de
1950-1953, en la que participaron oficialmente los norteamericanos,
pero no los
rusos, Washington sabía perfectamente que unos 150
aviones chinos eran en realidad
aviones soviéticos
pilotados por aviadores soviéticos (Walker, 1993, pp. 75-77). La
información se mantuvo en secreto porque se dedujo, acertadamente,
que lo último que
Moscú deseaba era la guerra. Durante la crisis
de los misiles cubanos de 1962, tal como
sabemos hoy (Ball, 1992;
Ball, 1993), la principal preocupación de ambos bandos fue
cómo
evitar que se malinterpretaran gestos hostiles como preparativos
bélicos reales.
Este acuerdo tácito de tratar la guerra fría como
una «paz fría» se mantuvo hasta los
años setenta. La URSS supo
(o, mejor dicho, aprendió) en 1953 que los llamamientos de
los
Estados Unidos para «hacer retroceder» al comunismo era simple
propaganda
radiofónica, porque los
norteamericanos ni pestañearon cuando los tanques soviéticos
restablecieron el control comunista durante un importante
levantamiento obrero en la
Alemania del Este. A partir de entonces,
tal como confirmó la revolución húngara de 1956,
Occidente no se
entrometió en la esfera de control soviético. La guerra fría, que
sí procuraba estar a la altura de su propia retórica de lucha por
la supremacía o por la
aniquilación, no era un enfrentamiento en
el que las decisiones fundamentales las tomaban
los gobiernos, sino
la sorda rivalidad entre los distintos servicios secretos reconocidos
y
por reconocer, que en Occidente produjo el fruto más
característico de la tensión
internacional: las novelas de
espionaje y de asesinatos encubiertos. En este género, los
británicos, gracias al James Bond de Ian Fleming y a los héroes
agridulces de John Le
Carré —ambos habían trabajado por un
tiempo en los servicios secretos británicos—,
mantuvieron la
primacía, compensando así el declive de su país en el mundo del
poder
real. No obstante, con la excepción de lo sucedido en algunos
de los países más débiles del
tercer mundo, las operaciones del
KGB, la CIA y semejantes fueron desdeñables en
términos de poder
político real, por teatrales que resultasen a menudo.
En tales circunstancias,
¿hubo en algún momento peligro real de guerra mundial durante
este
largo período de tensión, con la lógica excepción de los
accidentes que amenazan inevitablemente a quienes patinan y patinan
sobre una
delgada capa de hielo? Es difícil de decir. Es probable
que el período más explosivo
fuera el que medió entre la
proclamación formal de la «doctrina Traman» en marzo
de 1947 («La
política de los Estados Unidos tiene que ser apoyar a los pueblos
libres
que se resisten a ser subyugados por minorías armadas o por
presiones exteriores») y
abril de 1951, cuando el mismo presidente
de los Estados Unidos destituyó al general
Douglas MacArthur,
comandante en jefe de las fuerzas de los Estados Unidos en la
guerra
de Corea (1950-1953), que llevó demasiado lejos sus ambiciones
militares.
Durante esta época el temor de los norteamericanos a la
desintegración social o a la
revolución en países no soviéticos
de Eurasia no era simple fantasía: al fin y al cabo,
en 1949 los
comunistas se hicieron con el poder en China. Por su parte, la URSS
se
vio enfrentada con unos Estados Unidos que disfrutaban del
monopolio del
armamento atómico y que multiplicaban las
declaraciones de anticomunismo
militante y amenazador, mientras la
solidez del bloque soviético empezaba a
resquebrajarse con la
ruptura de la Yugoslavia de Tito (1948). Además, a partir de
1949,
el gobierno de China no sólo se involucró en una guerra de gran
calibre en
Corea sin pensárselo dos veces, sino que, a diferencia
de otros gobiernos, estaba
dispuesto a afrontar la posibilidad real
de luchar y sobrevivir a un holocausto
nuclear. 2 Todo podía
suceder.
Una vez que la URSS se hizo con armas nucleares —cuatro
años después de Hiroshima en el caso de la bomba atómica (1949),
nueve meses después de los
Estados Unidos en el de la bomba de
hidrógeno (1953)—, ambas superpotencias
dejaron de utilizar la
guerra como arma política en sus relaciones mutuas, pues era el
equivalente de un pacto suicida. Que contemplaran seriamente la
posibilidad de
utilizar las armas nucleares contra terceros —los
Estados Unidos en Corea en 1951 y
para salvar a los franceses en
Indochina en 1954; la URSS contra China en 1969—
no está muy
claro, pero lo cierto es que no lo hicieron. Sin embargo, ambas
super-
potencias se sirvieron de la amenaza nuclear, casi con toda
certeza sin tener intención
de cumplirla, en algunas ocasiones: los
Estados Unidos, para acelerar las
negociaciones de paz en Corea y
Vietnam (1953, 1954); la URSS, para obligar a
Gran Bretaña y a
Francia a retirarse de Suez en 1956. Por desgracia, la certidumbre
misma de que ninguna de las dos
superpotencias deseaba realmente apretar el botón
atómico tentó a
ambos bandos a agitar el recurso al arma atómica con finalidades
negociadoras o (en los Estados Unidos) para el consumo doméstico, en
la confianza
de que el otro tampoco quería la guerra. Esta
confianza demostró estar justificada,
pero al precio de desquiciar
los nervios de varias generaciones.
2. Se dice que Mao le comentó al
dirigente comunista italiano Togliatti: « ¿Quién le ha dicho que
Italia
vaya a sobrevivir? Quedarán trescientos millones de chinos,
y eso bastará para la continuidad de la razahumana». «La
disposición de Mao para aceptar lo inevitable de una guerra atómica
y su posible utilidad para precipitar la derrota final del
capitalismo dejó atónitos a sus camaradas de otros países» en
1957 (Walker, 1993, p. 126).
La crisis de los
misiles
cubanos de
1962, uno de estos recursos enteramente innecesarios, estuvo a punto
de
arrastrar al mundo a una guerra innecesaria a lo largo de unos
pocos días y, de hecho,
llegó a asustar a las cúpulas
dirigentes hasta hacerles entrar temporalmente en razón. 3
¿Cómo podemos, pues, explicar los
cuarenta años de enfrentamiento armado y de
movilización
permanente, basados en la premisa siempre inverosímil, y en este
caso
totalmente infundada, de que el planeta era tan inestable que
podía estallar una guerra
mundial en cualquier momento, y que eso
sólo lo impedía una disuasión mutua sin
tregua? En primer lugar,
la guerra fría se basaba en la creencia occidental, absurda vista
desde el presente pero muy lógica tras el fin de la segunda guerra
mundial, de que la era
de las catástrofes no se había acabado en
modo alguno; que el futuro del capitalismo
mundial y de la sociedad
liberal distaba mucho de estar garantizado. La mayoría de los
observadores esperaba una crisis
económica de posguerra grave, incluso en los Estados
Unidos, por
analogía con lo que había sucedido tras el fin de la primera guerra
mundial.
Un futuro premio Nobel de economía
habló en 1943 de la posibilidad de que se diera en
los Estados
Unidos «el período más grande de desempleo y de dislocación de la
industria
al que jamás se haya enfrentado economía alguna»
(Samuelson, 1943, p. 51). De hecho,
los planes del gobierno de los
Estados Unidos para la posguerra se dirigían mucho más a
evitar
otra Gran Depresión que a evitar otra guerra, algo a lo que
Washington había
dedicado poca atención antes de la victoria
(Kolko, 1969, pp. 244-246).
3. El dirigente soviético N. S.
Kruschev decidió instalar misiles en Cuba para compensar los misiles
que
los norteamericanos habían instalado ya en el otro lado de la
frontera soviética, en Turquía (Burlatsky, 1992).
Los Estados
Unidos le obligaron a retirarlos con amenazas de guerra, pero también
retiraron sus misiles de Turquía. Los misiles soviéticos, como le
habían dicho al presidente Kennedy por aquel entonces, carecían de
importancia en el marco del equilibrio estratégico, pero sí la
tenían de cara a la imagen pública del presidente
(Ball, 1992, p.
18; Walker, 1988). Los misiles norteamericanos que se retiraron
fueron calificados de «obsoletos».
Si Washington esperaba
«serias alteraciones de posguerra» que socavasen «la estabilidad
social, política y económica del mundo» (Dean Acheson, citado en
Kolko, 1969, p. 485) era
porque al acabar la guerra los países
beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos,
eran mundos
en ruinas habitados por lo que a los norteamericanos les parecían
poblaciones
hambrientas, desesperadas y tal vez radicalizadas,
predispuestas a prestar oído a los cantos
de sirena de la
revolución social y de políticas económicas incompatibles con el
sistema
internacional de libertad de empresa, libre mercado y
libertad de movimiento de capitales
que había de salvar a los
Estados Unidos y al mundo. Además, el sistema internacional de
antes de la guerra se había hundido, dejando a los Estados Unidos
frente a una URSS
comunista enormemente fortalecida que ocupaba
amplias extensiones de Europa y extensiones aún más amplias
del
mundo no europeo, cuyo futuro político parecía incierto —menos
que en ese
mundo explosivo e inestable todo lo que ocurriera era
probable que debilitase al
capitalismo de los Estados Unidos, y
fortaleciese a la potencia que había nacido por
y para la
revolución.
La situación en la
inmediata posguerra en muchos de los países liberados y
ocupados
parecía contraria a los políticos moderados, con escasos apoyos
salvo el de
sus aliados occidentales, asediados desde dentro y fuera
de sus gobiernos por los
comunistas, que después de la guerra
aparecieron en todas partes con mucha más
fuerza que en cualquier
otro tiempo anterior y, a veces, como los partidos y
formaciones
políticas mayores en sus respectivos países. El primer ministro
(socialista) de Francia fue a Washington a advertir que, sin apoyo
económico,
probablemente sucumbiría ante los comunistas. La pésima
cosecha de 1946, seguida
por el terrible invierno de 1946-1947, puso
aún más nerviosos tanto a los políticos
europeos como a los
asesores presidenciales norteamericanos.
En esas circunstancias
no es sorprendente que la alianza que habían mantenido
durante la
guerra las principales potencias capitalista y socialista, ésta
ahora a la
cabeza de su propia esfera de influencia, se rompiera,
como tan a menudo sucede con
coaliciones aún menos heterogéneas al
acabar una guerra. Sin embargo, ello no basta
para explicar por qué
la política de los Estados Unidos —los aliados y satélites de
Washington, con la posible excepción de Gran Bretaña, mostraron una
vehemencia
mucho menor— tenía que basarse, por lo menos en sus
manifestaciones públicas, en presentar el escenario de pesadilla de
una superpotencia moscovita lanzada a la
inmediata conquista del
planeta, al frente de una «conspiración comunista mundial»
y atea
siempre dispuesta a derrocar los dominios de la libertad. Y mucho
menos sirve
esa ruptura para explicar la retórica de J. F. Kennedy
durante la campaña
presidencial de 1960, cuando era impensable que
lo que el primer ministro británico
Harold Macmillan denominó
«nuestra sociedad libre actual, la nueva forma de
capitalismo»
(Horne. 1989, vol. II, p. 238) pudiera considerarse directamente
amenazada. 4
¿Por qué se puede
tachar de «apocalíptica» (Hughes, 1969, p. 28) la visión de
«los
profesionales del Departamento de Estado» tras el fin de la guerra?
¿Por qué
hasta el sereno diplomático británico que rechazaba
toda comparación de la URSS
con la Alemania nazi informaba luego
desde Moscú que el mundo «se enfrentaba
ahora al equivalente
moderno de las guerras de religión del siglo XVI, en el que el
comunismo soviético luchará contra la democracia social occidental
y la versión
norteamericana del capitalismo por la dominación
mundial»? (Jensen, 1991, pp. 41 y 53-54: Roberts, 1991).
4. «El enemigo es el sistema comunista
en sí: implacable, insaciable, infatigable en su pugna por
dominar el mundo... Esta no es una
lucha sólo por la supremacía armamentística. También es una
lucha
por la supremacía entre dos ideologías opuestas: la libertad
bajo un Dios, y una tiranía atea» (Walker. 1993, p. 132).
Y es que ahora resulta evidente, y era
tal vez razonable incluso en 1945-1947, que la
URSS ni era expansionista —menos aún
agresiva— ni contaba con extender el avance del
comunismo más allá de lo que se
supone se había acordado en las cumbres de 1943-1945.
De hecho, allí en donde la URSS
controlaba regímenes y movimientos comunistas
satélites, éstos tenían el
compromiso específico de no construir estados según el
modelo de la URSS, sino economías
mixtas con democracias parlamentarias
pluripartidistas, muy diferentes de la
«dictadura del proletariado» y «más aún» de la
de un partido único, descritas en
documentos internos del partido comunista como «ni
útiles ni necesarias» (Spriano, 1983,
p. 265). (Los únicos regímenes comunistas que se
negaron a seguir esta línea fueron
aquellos cuyas revoluciones, que Stalin desalentó
firmemente, escaparon al control de
Moscú, como Yugoslavia.) Además, y aunque esto
sea algo a lo que no se haya prestado
mucha atención, la URSS desmovilizó sus tropas
—su principal baza en el campo
militar— casi tan deprisa como los Estados Unidos,
con lo que el ejército rojo disminuyó
sus efectivos de un máximo de casi doce millones de
hombres en 1945 a tres millones antes
de finales de 1948 (New York Times, 24-10-1946
y 24-10-1948).
Desde cualquier punto de vista
racional, la URSS no representaba ninguna amenaza
inmediata para quienes se encontrasen
fuera del ámbito de ocupación de las fuerzas del
ejército rojo. Después de la guerra,
se encontraba en ruinas, desangrada y exhausta, con
una economía civil hecha trizas y un
gobierno que desconfiaba de una población gran
parte de la cual, fuera de Rusia, había
mostrado una clara y comprensible falta de adhesión
al régimen. En sus confines
occidentales, la URSS continuó teniendo dificultades con las
guerrillas ucranianas y de otras
nacionalidades durante años. La dirigía un dictador que
había demostrado ser tan poco
partidario de correr riesgos fuera del territorio bajo su
dominio directo, como despiadado dentro
del mismo: J. V. Stalin (véase el capítulo XIII).
La URSS necesitaba toda la ayuda
económica posible y, por lo tanto, no tenía ningún
interés, a corto plazo, en enemistarse
con la única potencia que podía proporcionársela,
los Estados Unidos. No cabe duda de que
Stalin, en tanto que comunista, creía en la
inevitable sustitución del capitalismo
por el comunismo, y, en ese sentido, que la
coexistencia de ambos sistemas no sería
permanente. Sin embargo, los planificadores
soviéticos no creían que el
capitalismo como tal se encontrase en crisis al término de la
segunda guerra mundial, sino que no les
cabía duda de que seguiría por mucho tiempo
bajo la égida de los Estados Unidos,
cuya riqueza y poderío, enormemente aumentados,
no eran sino evidentes (Loth, 1988, pp.
36-37). Eso es, de hecho, lo que la URSS
sospechaba y temía. 5 Su postura de
fondo tras la guerra no era agresiva sino
defensiva.
5. Mayores aún hubieran sido sus
suspicacias de haber sabido que la junta de jefes de estado mayor de
los Estados Unidos trazó un plan para
lanzar bombas atómicas sobre las veinte ciudades principales de la
Unión
Soviética a las pocas semanas del fin
de la guerra (Walker, 1993, pp. 26-27).
LA GUERRA FRÍA
237
Sin embargo, la política de
enfrentamiento entre ambos bandos surgió de su propia
situación. La URSS, consciente de lo
precario e inseguro de su posición, se enfrentaba a
la potencia mundial de los Estados
Unidos, conscientes de lo precario e inseguro de la
situación en Europa central y
occidental, y del incierto futuro de gran parte de Asia. El
enfrentamiento es probable que se
hubiese producido aun sin la ideología de por medio.
George Kennan, el diplomático
norteamericano que, a principios de 1946, formuló la
política de «contención» que
Washington abrazó con entusiasmo, no creía que Rusia se
batiera en una cruzada por el
comunismo, y —tal como demostró su carrera posterior— él
mismo se guardó mucho de participar en
cruzadas ideológicas (con la posible excepción
de sus ataques a la política
democrática, de la que tenía una pobre opinión). Kennan no
era más que un buen especialista en
Rusia de la vieja escuela de diplomacia entre potencias
—había muchos así en las
cancillerías europeas— que veía en Rusia, ya fuese la de los
zares o la bolchevique, una sociedad
atrasada y bárbara gobernada por hombres a quienes
impulsaba una «sensación rusa
tradicional e instintiva de inseguridad», siempre aislada del
mundo exterior, siempre regida por
autócratas, buscando siempre su «seguridad» sólo en un
combate paciente y a muerte por la
completa destrucción de la potencia rival, sin llegar
jamás a pactos o compromisos con ésta;
reaccionando siempre, por lo tanto, sólo a «la
lógica de la fuerza», no a la de la
razón. El comunismo, por supuesto, pensaba Kennan,
hacía a la antigua Rusia más
peligrosa porque reforzaba a la más brutal de las grandes
potencias con la más despiadada de las
utopías, es decir, de las ideologías de dominación
mundial. Pero esa tesis implicaba que
la única «potencia rival» de Rusia, a saber, los
Estados Unidos, habría tenido que
«contener» la presión rusa con una resistencia
inflexible aunque Rusia no hubiese sido
comunista.
Por otra parte, desde el punto de vista
de Moscú, la única estrategia racional para
defender y explotar su nueva posición
de gran, aunque frágil, potencia internacional, era
exactamente la misma: la
intransigencia. Nadie sabía mejor que Stalin lo malas que eran
sus cartas. No cabía negociar las
posiciones que le habían ofrecido Roosevelt y Churchill
cuando la intervención soviética era
esencial para derrotar a Hitler y todavía se creía que
sería esencial para derrotar a Japón.
La URSS podía estar dispuesta a retirarse de las zonas
en donde no estaba amparada por los
acuerdos de las cumbres de 1943-1945, y sobre todo
de Yalta —por ejemplo, la frontera
entre Irán y Turquía en 1945-1946—, pero todo
intento de revisión de Yalta sólo
podía acogerse con una rotunda negativa, y, de hecho, el
«no» del ministro de Asuntos
Exteriores de Stalin, Molotov, en todas las reuniones
internacionales posteriores a Yalta se
hizo famoso. Los norteamericanos tenían la fuerza de
su lado, aunque hasta diciembre de 1947
no dispusieron de aviones capaces de transportar
las doce bombas atómicas con que
contaban y el personal militar capaz de montarlas
(Moisi, 1981, pp. 78-79). La URSS, no.
Washington no estaba dispuesto a renunciar a
nada sino a cambio de concesiones, pero
eso era exactamente lo que Moscú no podía
permitirse, ni siquiera a cambio de la
ayuda
238
LA EDAD DE ORO
económica que necesitaba
desesperadamente y que, en cualquier caso, los
norteamericanos no querían
concederles, con la excusa de que se les había
«traspapelado» la petición soviética
de un crédito de posguerra, presentada antes de
Yalta.
En resumen, mientras que a los Estados
Unidos les preocupaba el peligro de una
hipotética supremacía mundial de la
URSS en el futuro, a Moscú le preocupaba la
hegemonía real de los Estados Unidos
en el presente sobre todas las partes del mundo no
ocupadas por el ejército rojo. No
hubiera sido muy difícil convertir a una URSS agotada y
empobrecida en otro satélite de la
economía estadounidense, más poderosa por aquel
entonces que todas las demás economías
mundiales juntas. La intransigencia era la táctica
lógica. Que destaparan el farol de
Moscú, si querían.
Pero esa política de mutua
intransigencia e incluso de rivalidad permanente no implica
un riesgo cotidiano de guerra. Los
ministros de Asuntos Exteriores británicos del siglo
XIX, que daban por sentado que el afán
expansionista de la Rusia de los zares debía
«contenerse» constantemente al modo
de Kennan, sabían perfectamente que los momentos
de enfrentamiento abierto eran
contados, y las crisis bélicas, todavía más. La
intransigencia mutua implica aún menos
una política de lucha a vida o muerte o de guerra
de religión. Sin embargo, había en la
situación dos elementos que contribuyeron a
desplazar el enfrentamiento del ámbito
de la razón al de las emociones. Como la URSS,
los Estados Unidos eran una potencia
que representaba una ideología considerada
sinceramente por muchos norteamericanos
como modelo para el mundo. A diferencia de
la URSS, los Estados Unidos eran una
democracia. Por desgracia, este segundo elemento
era probablemente el más peligroso.
Y es que el gobierno soviético, aunque
también satanizara a su antagonista global, no
tenía que preocuparse por ganarse los
votos de los congresistas o por las elecciones
presidenciales y legislativas, al
contrario que el gobierno de los Estados Unidos. Para
conseguir ambos objetivos, el
anticomunismo apocalíptico resultaba útil y, por
consiguiente, tentador, incluso para
políticos que no estaban sinceramente convencidos
de su propia retórica, o que, como el
secretario de Estado para la Marina del presidente
Truman, James Forrestal (1882-1949),
estaban lo bastante locos, médicamente hablando,
como para suicidarse porque veían
venir a los rusos desde la ventana del hospital. Un
enemigo exterior que amenazase a los
Estados Unidos les resultaba práctico a los
gobiernos norteamericanos, que habían
llegado a la acertada conclusión de que los
Estados Unidos eran ahora una potencia
mundial —en realidad, la mayor potencia
mundial con mucho— y que seguían
viendo el «aislacionismo» o un proteccionismo
defensivo como sus mayores obstáculos
internos. Si los mismísimos Estados Unidos no
estaban a salvo, entonces no podían
renunciar a las responsabilidades —y recompensas—
del liderazgo mundial, igual que al
término de la primera gran guerra. Más concretamente,
la histeria pública facilitaba a los
presidentes la obtención de las enormes sumas
necesarias para financiar la política
norteamericana gracias a una ciudadanía notoria por su escasa
predisposición a pagar
impuestos. Y el anticomunismo era auténtica
y visceralmente popular en un país basado
en el individualismo y en
la empresa privada, cuya definición nacional se daba en unos
parámetros exclusivamente ideológicos
(«americanismo») que podían considerarse
prácticamente el polo opuesto al
comunismo. (Y tampoco hay que olvidar los votos de los
inmigrantes procedentes de la Europa
del Este sovietizada.) No fue el gobierno de los
Estados Unidos quien inició el sórdido
e irracional frenesí de la caza de brujas
anticomunista, sino demagogos por lo
demás insignificantes —algunos, como el
tristemente famoso senador Joseph
McCarthy, ni siquiera especialmente anticomunistas—
que descubrieron el potencial político
de la denuncia a gran escala del enemigo interior. 6
El potencial burocrático ya hacía
tiempo que lo había descubierto J. Edgar Hoover (1885-1972), el casi incombustible jefe
del Federal Bureau of Investigations (FBI). Lo que uno de los arquitectos principales
de la guerra fría denominó «el ataque de los Primitivos» (Acheson, 1970, p. 462)
facilitaba y limitaba al mismo tiempo la política de
Washington al hacerle adoptar actitudes
extremas, sobre todo en los años que siguieron a
la victoria comunista en China, de la
que naturalmente se culpó a Moscú.
Al mismo tiempo, la exigencia
esquizoide por parte de políticos necesitados de votos
de que se instrumentara una política
que hiciera retroceder la «agresión comunista» y, a la
vez, ahorrase dinero y perturbase lo
menos posible la tranquilidad de los norteamericanos
comprometió a Washington, y también a
sus demás aliados, no sólo a una estrategia de
bombas atómicas en lugar de tropas,
sino a la tremenda estrategia de las «represalias
masivas» anunciada en 1954. Al agresor
en potencia había que amenazarlo con armas
atómicas aun en el caso de un ataque
convencional limitado. En resumen, los Estados
Unidos se vieron obligados a adoptar
una actitud agresiva, con una flexibilidad táctica
mínima.
Así, ambos bandos se vieron envueltos
en una loca carrera de armamentos que llevaba
a la destrucción mutua, en manos de la
clase de generales atómicos y de intelectuales
atómicos cuya profesión les exigía
que no se dieran cuenta de esta locura. Ambos
grupos se vieron también implicados en
lo que el presidente Eisenhower, un militar
moderado de la vieja escuela que se
encontró haciendo de presidente en pleno viaje a la
locura sin acabar de contagiarse del
todo, calificó, al retirarse, de «complejo militar-
industrial», es decir, la masa
creciente de hombres y recursos dedicados a la preparación
de la guerra. Los intereses creados de
estos grupos eran los mayores que jamás hubiesen
existido en tiempos de paz entre las
potencias. Como era de esperar, ambos complejos
militar-industriales contaron con el
apoyo de sus respectivos gobiernos para usar su
superávit para atraerse y
6. El único político con entidad
propia que surgió del submundo de la caza de brujas fue Richard
Nixon. El
más desagradable de entre los presidentes norteamericanos
de la posguerra (1968-1974).
armar aliados y satélites, y, cosa
nada desdeñable, para hacerse con lucrativos
mercados para la exportación, al
tiempo que se guardaban para sí las armas más
modernas, así como, desde luego, las
armas atómicas. Y es que, en la práctica, las
superpotencias mantuvieron el monopolio
nuclear. Los británicos consiguieron sus
propias bombas en 1952, irónicamente
con el propósito de disminuir su dependencia
de los Estados Unidos; los franceses
(cuyo arsenal atómico era de hecho
independiente de los Estados Unidos) y
los chinos en los años sesenta. Mientras duró
la guerra fría, ninguno de estos
arsenales contó. Durante los años setenta y ochenta,
algunos otros países adquirieron la
capacidad de producir armas atómicas, sobre todo
Israel, Suráfrica y seguramente la
India, pero esta proliferación nuclear no se con-
virtió en un problema internacional
grave hasta después del fin del orden mundial
bipolar de las dos superpotencias en
1989.
Así pues, ¿quién fue el culpable de
la guerra fría? Como el debate sobre el tema
fue durante mucho tiempo un partido de
tenis ideológico entre quienes le echaban la
culpa exclusivamente a la URSS y
quienes (en su mayoría, todo hay que decirlo,
norteamericanos) decían que era culpa
sobre todo de los Estados Unidos, resulta
tentador unirse al grupo intermedio,
que le echa la culpa al temor mutuo surgido del
enfrentamiento hasta que «los dos
bandos armados empezaron a movilizarse bajo
banderas opuestas» (Walker, 1993, p.
55). Esto es verdad, pero no toda la verdad.
Explica lo que se ha dado en llamar la
«congelación» de los frentes en 1947-1949; la
partición gradual de Alemania, desde
1947 hasta la construcción del muro de Berlín en 1961; el fracaso de los
anticomunistas occidentales a la hora de evitar verse envueltos en la alianza militar
dominada por los Estados Unidos (con la excepción del general De Gaulle en Francia); y el
fracaso de quienes, en el lado oriental de la línea divisoria, intentaron evitar la
total subordinación a Moscú (con la excepción del mariscal Tito en Yugoslavia). Pero no
explica el tono apocalíptico de la guerra fría.
Eso vino de los Estados Unidos. Todos
los gobiernos de Europa occidental, con o sin partidos comunistas importantes, fueron
sin excepción plenamente anticomunistas,decididos a protegerse contra un
posible ataque militar soviético. Ninguno hubiera dudado de haber tenido que elegir entre
los Estados Unidos y la URSS, ni siquiera los comprometidos por su historia, su
política o por tratar de ser neutrales. Y, sinembargo, la «conspiración comunista
mundial» no fue nunca parte importante de la política interna de ninguno de los
países que podían afirmar ser políticamente democráticos, por lo menos tras la
inmediata posguerra. Entre los países democráticos, sólo en los Estados
Unidos se eligieron presidentes (como John F. Kennedy en 1960) para ir en contra del
comunismo, que, en términos de política interna, era tan insignificante en el
país como el budismo en Irlanda. Si alguien pusoel espíritu de cruzada en la
Realpolitk del enfrentamiento internacional entre potencias y allí lo dejó fue
Washington. En realidad, tal como demuestra la retórica electoral de J. F. Kennedy con la
claridad de la buena oratoria, la cuestión no era la amenaza teórica de dominación mundial
comunista, sino el mantenimiento de la supremacía real
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